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Todo lo que termina, termina mal, poco a poco. Y si no termina, se contamina mal, y eso se cubre de polvo», cantaba Andrés Calamaro ... en 'Crímenes perfectos'. Pues bien, algunos no pudimos evitar ayer recordar esa bella canción cuando Rafa Nadal, consumada la derrota por un doble 6-4 ante Van de Zandschulp, subió a la red para estrechar la mano de su rival. Y tras recordarla nos preguntamos, con una cierta irritación, si esto era necesario. Me refiero al triste espectáculo que se vivió en Málaga viendo al gran campeón de Manacor perdiendo de mala manera en dos sets ante el 80 del mundo, un tenista al que un Nadal en la versión más normalucha de su carrera se hubiera merendado en dos bocados incluso en una pista cubierta tan rápida como la que han montado en el Martín Carpena.
Personalmente, creo que no. En realidad, creo que se ha cometido un grave error en la gestión de la despedida de Nadal. Y que es un poco culpa de todos. En primer lugar, por supuesto, del propio tenista y de su equipo, que no tendrían que haber vinculado esa despedida a la Copa Davis. Sí, es cierto que era una gran tentación. Todos sabemos que Nadal ha escrito una historia única en este torneo, que fue abanderado de España en 2000 y luego seis veces campeón con un récord estratosférico hasta ayer de 29-1 en sus duelos individuales. Pero precisamente por eso, por lo sagrada que ha sido para él la Copa Davis, no tenía que haber arriesgado con ella. Ni un ápice. Por el bien del equipo y por el suyo propio.
No sé muy bien si Nadal se habrá dejado aconsejar en algo tan íntimo como su despedida del tenis, si ha sido o no muy obstinado a la hora de establecer los plazos. Ahora bien, si le han aconsejado, creo que no le han aconsejado bien. Y no me refiero a que le hayan animado a jugar durante este 2024, como dicen muchos. Creo que un guerrero como él tenía que darse esa última oportunidad en Roland Garros y en los Juegos. Los grandes gladiadores deben morir en la arena. Me refiero, sobre todo, a que no han sabido calcular lo que iba a suponer este mes y medio de cuenta atrás, el tsunami sentimental y nostálgico que se iba a montar en torno al adiós del mejor deportista español de la historia.
Todo el mundo quería estar en Málaga para honrar a su ídolo, un hombre que les ha representado mejor que nadie, que les ha hecho felices durante más de veinte años y al que guardarán un devoción absoluta. Por ese motivo, sólo han faltado peleas en la reventa de entradas, que han alcanzado los 30.000 euros. Y este era el peligro que no han sabido ver Nadal y los suyos: que la Davis se iba a convertir inevitablemente en un gran homenaje de despedida y no en lo que debía ser: una interesante opción de que España vuelva a ganar la Davis cinco años después. Es decir, un gran torneo en el que no puede hacer ninguna concesión al rival.
Y, hoy por hoy, después de tres meses sin jugar un partido, elegir a Nadal en lugar de Bautista, ganador del torneo de Amberes hace un mes, era hacer una concesión. Hasta escribirlo parece un sacrilegio, pero es la verdad. Sospecho que David Ferrer, lo sabía, pero que tampoco fuerzas para oponerse al clamor nacional y acabar pasando a la historia como el culpable de que su amigo y vencedor de 22 torneos de Grand Slam no pudiera despedirse en una pista. Al final lo hizo y fue triste. Es cierto que Nadal dejó dos o tres detalles maravillosos -una volea de espaldas excepcional al comienzo del segundo set, por ejemplo-, pero lo que primó por encima de todo fue la pena descarnada de verle y sentir que ya no era él. Y que no volverá a serlo.
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