Adiós a Germán Cando, el rugby como motor ante la adversidad
Iñigo Corral
Viernes, 31 de octubre 2025, 19:02
Cuesta mirar a la pantalla del ordenador y empezar a juntar letras cuando se tiene que escribir sobre la muerte de un amigo que disfrutó como nadie del rugby durante sus años mozos con el número 10 a la espalda luciendo la camiseta azul oscura del Universitario. Germán Cando (Bilbao, 1964), compañero de pupitre durante muchos en los Maristas, se ha ido muy joven. Solo tenía 61 años. No pudo hacer frente a una neumonía. Llevaba ya demasiado tiempo de lucha contra las adversidades que la vida le fue poniendo en el camino. Fue una batalla injusta y brutal por su desenlace final. Nunca se rindió. Y no es una frase hecha para adornar su figura ahora que ha fallecido.
La última vez que vi a Germán fue en el campo de El Fango, en Rekaldeberri, durante la celebración de un torneo de rugby que lleva su nombre, y del que se llegaron a celebrar 28 ediciones. El encuentro fue de lo más emotivo. Llevo varios años residiendo fuera de Bilbao y, claro, la distancia provoca que a veces se pierda el contacto con la gente a la que un buen día tanto apreciaste durante la etapa escolar. Ya sabía que desde 1990 mi amigo estaba en silla de ruedas. Un fatídico sábado de agosto de aquel año Germán cogió su coche a primera hora de la mañana para desplazarse hasta Bilbao desde San Justo de la Vega (León), un pueblo muy cercano a Astorga de donde eran originarios sus padres.
Quería llegar a tiempo para el chupinazo de la Aste Nagusia. Por nada del mundo iba a perderse unas fiestas en la que siempre fue de lo más participativo. Viajaba solo. Al llegar a la primera curva del puerto de Herrera, un automóvil que bajaba a toda velocidad chocó de frente contra cuatro turismos. Uno de ellos el que conducía Germán. Adiós repentino al rugby y a llevar una vida normal. Se pasó casi tres años en coma hasta que consiguió despertar. Desde entonces una lesión cerebral incurable le impidió hablar o caminar solo.
De vuelta al encuentro en El Fango, al volverme a ver hizo gestos de que me conocía cuando le pregunté si sabía quién era. Me cogió la mano con fuerza para tratar de demostrarme que no mentía. Mientras, con la otra mano, sacó de una bolsa una tablet y, tecleando letra a letra con los dedos, fue apareciendo en la pantalla mi nombre y mis dos primeros apellidos, fruto del recuerdo de cuando pasaban lista en el colegio. El que entonces se quedó casi sin palabras fue el que firma este obituario. Solo fui capaz de mascullar en voz alta «Germán Cando Rodríguez» en señal de que mi memoria estaba a altura de la de mi antiguo compañero de pupitre.
Al acabar COU habíamos perdido algo de contacto. Él se movía por Matiko, donde vivía; por Sarriko, donde estudiaba Económicas, y por San Ignacio, donde entrenaba con el Universitario. Nadie podía imaginarse que el rugby nos iba a juntar de nuevo poco después. Fue durante un partido de la antigua liga universitaria entre Sarriko y Periodismo. En el colegio nunca llegamos a hablar de rugby. Solo de fútbol, sobre todo del Athletic, que esa en época logró ganar dos Ligas y una Copa. De ahí la sorpresa de ambos al vernos en el campo de San Ignacio. Charlamos largo rato. En un momento dado me hizo una confesión que entones no llegó a sentarme del todo bien. Ahora, sin embargo, la recuerdo con un inmenso cariño. Se rio de las katiuskas amarillas que solía llevar puestas los días de lluvia. Para qué engañarse a estas alturas, la verdad es que muy bonitas no eran.
Tras varias temporadas en el Sarriko, otro equipo de rugby bilbaíno ya desaparecido con la camiseta naranja y negra, en la 1986-1987 aterrizó en el Universitario para reencontrarse con otros amigos del colegio y que, además, estaban en su cuadrilla. A las primeras de cambio se le ocurrió repetir tres veces «gran jugador» para definir a cada uno de sus nuevos compañeros. Eso le sirvió para que desde aquel instante el grupo comenzara a dirigirse hacia el recién llegado en tono bromista como «gran jugador». Sus rivales le consideraban un apertura duro o muy duro, depende de a quién preguntes, «de esos que no le importaba ponerse delante de un gordo para derribarle». Buenas manos para coger el balón y malas para repartir juego. Era el «rugby a 10», donde los centros y alas se convertían a veces en meros espectadores, y que pusieron tan de moda los británicos en la década de los ochenta en contraposición al rugby champagne francés.
La temporada 1990-91 tenía pensado convertirse en entrenador-jugador. Tenía mucha ilusión por enseñar a los más jóvenes. El accidente automovilístico impidió que cumpliera su sueño. Tras salir del coma muchas cosas pasarían por su cabeza, lo que está claro es que ninguna aludía a romper sus inquebrantables vínculos con el rugby. La idea de que el rugby es un deporte con valores como el compañerismo trasluce tras la iniciativa de varios jugadores del Universitario. Durante el primer año en coma, sus compañeros crearon el Torneo Germán Cando de Rugby donde han participado incluso equipos de veteranos del clubes franceses como el Aviron Bayonnais o el Albi y de España como el CAU de Madrid, una selección asturiana o el Gernika. Por desgracia, la pandemia acabó también con un evento que no se ha vuelto a reeditar.
Germán siempre quiso estar presente en todas las ediciones del torneo que llevaba su nombre. Antes de la pandemia también solía acudir a los partidos donde el Universitario Bilbao Rugby –equipo que surgió en 2000 de la fusión del Bilbao Rugby Club y el Universitario- jugaba como local en El Fango. Para colmar sus deseos la figura del padre se hizo imprescindible. A German senior nunca le supuso un esfuerzo llevar al campo en la furgoneta a German junior. Cuando ambos pisaban el césped su rostro cambiaba, también el de la madre, Josefina, cuando se decidía a acompañarlos. Se le veía disfrutar tanto a los tres…
Para tener una idea aproximada de cómo era Germán, voy a desvelar una historia que cuenta un amigo suyo y que la familia recuerda con mucho cariño. Tras el accidente, y como es lógico, le dieron las incapacidad total. Sin embargo, nunca se resignó a tener dependencia económica. Quería gestionar el dinero que había recibido en concepto de indemnización tras el accidente para gastarlo como quisiera. Para algo había estudiado la carrera de Económicas. Tal fue la tabarra que dio en casa que el asunto llegó a los tribunales. Para sorpresa de todos, tanto el juez como el fiscal alucinaron con la capacidad que tenía Germán para explicar sus pretensiones. Tan es así que, al final, le dieron la razón por lo que todos los meses comenzó a disponer de 750 euros para fundirlos a su antojo. Y que nadie piense que, de repente, se convirtió en un derrochador. Al contrario, ahorraba la mayor parte del dinero por lo que pudiera pasar.
Guardo aún en mi trastero una foto de toda la clase de tercero de EGB, o sea, de 1972. Unos pocos estudiábamos en la Plaza Nueva y la mayoría, no sé muy bien por qué, lo hacía en Iturribide. La foto, por pudor, es irreproducible. Todos con pantalón corto al más puro estilo de los niños de la posguerra que tuvieron que abandonar Euskadi tras la contienda bélica. Supongo que nos pondrían por orden alfabético porque también aparecemos juntos. Él siempre venía en tren desde Matiko, y en cambio yo, a pie desde la calle Ercilla. Siempre me pareció injusto que no pusieran un tren desde Abando al Arenal, aunque más injusto era lo del bocadillo que nos ponían a cada uno. Germán siempre relleno de chorizo del pueblo. El mío, de chorizo de Pamplona.