Canción triste de Hill Street
Mala vuelta de Jon Rahm, alergia primaveral y el coche no arranca por la noche, y todo el mismo día. Tengan cuidado ahí fuera
«Lo hemos hecho perfecto. Hemos salido de casa a la hora buena, no hemos cogido tráfico y llega justo el autobús para ir al ... campo. Me encanta que los planes salgan bien», le dije a mi compañero de viaje emulando con sorna a Hannibal Smith, del Equipo A, cuando ya íbamos de camino en el autocar a Los Ángeles Country Club. «En algún momento saldrá algo mal», dijemos riéndonos casi al mismo tiempo, como si dejar constancia de lo bueno anticipara sin remisión la aparición de percances en una suerte de compensación del destino. Y algo de eso debió ocurrir porque fue un día para olvidar en el que todo lo que podía salir mal salió mal, o incluso peor. Se ve que habíamos invocado sin quererlo a los espíritus malignos de Los Ángeles y estos, traviesos como son, se dedicaron a ponernos palos en las ruedas para su mayor disfrute.
Era la segunda jornada del torneo y estaba convencido de que Jon Rahm iba a mantener su progresión para llegar al fin de semana con opción de victoria en el Abierto de Estados Unidos. Era un deseo sustentado en razones objetivas. Además, había conseguido el preciado colgante de color amarillo que permite hacer el recorrido con los golfistas por dentro de las cuerdas. El de Barrika empezó su vuelta con un eagle. Inmejorable. En el hoyo 4 me llegó un mensaje en el que me comunicaron que se había producido una confusión con el 'collar' y que tenía que devolverlo porque lo necesitaba otra persona. Empezaba a torcerse la cosa. Al llegar al centro de prensa comprobé que Rahm había hecho un bogey. Volví al campo sin el salvoconducto para seguir al vizcaíno al otro lado de las cuerdas. Sufrió mucho en su recorrido, la verdad.
Me detuve cerca de un green para verle puttear. A mi espalda había un jardín atiborrado de flores. Ya el olor me había puesto sobre aviso porque soy alérgico al polen y aunque estamos cerca del verano todavía es primavera. Pronto llegaron los estornudos y horas después estaba sentado en el asiento del copiloto del coche de alquiler moqueando y con los ojos enrojecidos. ¡Qué ganas de llegar a casa! De repente, los indicadores internos del vehículo y las luces exteriores empezaron a parpadear al mismo tiempo, como una discoteca con ruedas. El coche no arrancaba. Llamamos a Adrián Godoy, del servicio de prensa de la USGA, la organizadora del torneo, para que nos echara una mano. Desde entones le conocemos como san Adrián. Si no es por él y sus gestiones con la empresa de alquiler de automóviles dormimos en el aparcamiento.
Tampoco olvidaremos al mecánico Chencho, un angelino de origen mexicano que con una simpatía contagiosa a pesar de las horas nos sacó del atolladero. El motor sonaba a música celestial cuando logró arrancarlo. Al día siguiente, con sueño acumulado, también bordamos los horarios para acudir al campo. Pero nos cuidamos de no comentarlo. Me vino de repente a la memoria 'Canción triste de Hill Street', una serie de culto de los años 80 con los policías de una comisaría del norte de Los Ángeles como protagonistas. Todas las mañanas, antes de que los agentes salieran a las calles a hacer sus rondas, el entrañable sargento Esterhaus les reunía en una sala para asignarles sus servicios. La reunión siempre terminaba con la misma frase: «Tengan cuidado ahí fuera», les decía. En ese momento me pareció un excelente consejo.
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