Olmo se coloca, con tres goles, como pichichi de la Euro. Efe
Opinión

Amor a los colores

Alejandro Fernández Aldasoro

Miércoles, 10 de julio 2024, 11:52

La semifinal de la Eurocopa me ha pillado en un bar de la Gipuzkoa profunda. A mi alrededor, dos decenas de parroquianos miran el televisor ... con una bebida en la mano y una extraña mezcla de indiferencia y agitación. Hay dos grupos de amigos que se conocen entre sí y que se hablan de una parte a otra del local. Hay un señor que sufre de verdad, sentado en un taburete, con un codo apoyado en la barra. Sufre clandestinamente, en soledad, para dentro. Pero la mayoría están aquí como yo, porque la semifinal les ha pillado en un bar y todavía les queda bebida.

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Se adelanta Francia y los concurrentes siguen entretenidos y a lo suyo. Se meten con el pelo transformer de Cucurella, pitado por la grada. Discuten sobre si Nico es vasco o marciano. Sobre si Lamine Yamal tiene realmente 16 años. Hacen como si no fuera con ellos lo que se ve en la pantalla. Pero sí que va con ellos. Sí que les importa, aunque seguramente no lo admitirían. Es un sí pero no. Como cuando mi mujer observa con deseo mi postre después de haber rechazado uno para ella. O como cuando Torrente propone a su compinche hacerse unas pajillas sin mariconadas. Se trata de distanciarse de aquello que te conmueve, pero no debería. De quitarle importancia a la propia emoción. Si puedes hacer eso respecto a un equipo, el proceso de identificación no se ha completado: solo eres un aficionado, no un hincha verdadero.

El señor de la barra es un hincha verdadero. El gol en contra le ha dolido. No habla con nadie, se toca la cara, reprime patadas en el aire. Siempre me ha llamado la atención cómo alguien asume los rasgos de un club o una selección, los incorpora a su propia identidad e inmediatamente después se vuelve irracional. Ejemplos hay a montones. La mitad de la tripulación de cualquier trainera campeona es de fuera, no ya del pueblo, sino de su territorio histórico, y los locales celebran la victoria como propia. La Real salió con cuatro jugadores de casa (cuatro de once) en el Parque de los Príncipes contra el PSG y el relato que nos vendieron era el de un humilde equipo de cantera contra un club estado. Y al Athletic le vale Elijah Gift, quien nació de chiripa en Corella, aunque nadie sepa muy bien dónde queda eso. El hincha medio no se hace preguntas ni replanteamientos, su compromiso es monolítico e incluso feroz si se siente atacado. Una vez instalada, la identificación cierra filas y lo aguanta todo.

No es el caso de la mayoría de los aficionados que contemplan el España-Francia junto a mí, quienes simplemente se divierten con el espectáculo. De repente, dos goles casi seguidos del equipo que les interesa vagamente. El hincha de la barra lo celebra con retraimiento, como si hubiera explotado un petardo en el interior de una cazuela con la tapa puesta. La parroquia comenta la remontada con intencionado desapego. Tratan de expresar que están allí por estar, que los goles no les alegran de forma personal y que apenas les incumben. En el descanso, miran los móviles mientras esperan la siguiente ronda. Hacen bromas de mal gusto en voz alta: uno dice que Mbappé no da tanto miedo sin la máscara. Otro le responde que el único negro que le da miedo es el del wasap. Todo el mundo ríe, también el sufridor de la barra, que se toma así un respiro.

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En la reanudación, el comentarista destaca la juventud de las dos centellas rojas y negras. Nico y Lamine. Hablan de ellos en todas partes. Son la gran atracción del torneo, la pólvora de la selección. Hacen coreografías en su cuarto de concentración y juegos de manos en los post-partidos, se van de los preocupados defensas, dicen que han dicho (ay) que quieren jugar juntos en el futuro. Y dan pie a declaraciones fallidas y a debates ideológicos en los medios. Es muy probable que, en pocos años, la mitad de los jugadores de la selección española, como sucede en la de Francia, sean negros o pardos o amarillos, de todos los colores. ¿Está bien? ¿Está mal? Al hincha de La Roja que está en la barra eso le da igual. Él solo está padeciendo con su equipo. En su caso, la identificación es total. Qué le importa quiénes sean o de dónde vengan aquellos que tienen el poder de hacerle feliz o desgraciado. Como decía Nietzsche, a quienes defienden los fanáticos es a sí mismos.

Por fin, España derrota a Francia. Y, por fin, el hincha de la barra se deja llevar: se levanta del taburete y hace ese gesto de cerrar el puño y poner firme el antebrazo y agitarlo en el aire, como si la semifinal, la gloria y la prima las hubiera ganado él. La parroquia lo mira con curiosidad y tal vez con cierta envidia. Alguien pide una nueva ronda. Otra bebida en la mano. Otra broma de mal gusto en voz alta. Otro ratito en el que seguir entretenidos en el bar.

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