Deberíamos reflexionar sobre cuándo empezaron a molestarnos tanto los anuncios. Hemos crecido viendo programas y series que se interrumpían por la publicidad, un peaje que ... teníamos interiorizado y del que incluso sacábamos provecho. Aquellas pausas servían para terminar de recoger la mesa, para hacer alguna llamada por teléfono de urgencia o para visitar el baño. Eso no causaba una tremenda distorsión en nuestra experiencia y disfrutábamos prácticamente igual de las historias que veíamos por la tele. A veces aquellos cortes hasta podían ser entretenidos, por ejemplo cuando jugábamos a adivinar la marca o producto que se estaba anunciando antes de que se desvelase el logo en pantalla. Algunos anuncios, como el del osito Mimosín, el perro Pippin, el almendro que vuelve a casa por Navidad o la primera colonia Chispas, forman parte de nuestra educación sentimental. Todo iba bien hasta que nos enteramos de que una televisión sin anuncios era posible y nos pusimos tontorrones.
Publicidad
Primero fue TVE, que de la noche a la mañana se quedó limpia de anunciantes para algarabía de las cadenas privadas y descontento de los que deben cuadrar los presupuestos. Luego llegaron las plataformas y plantearon que, por un módico precio, era posible hacerse un maratón de lo que se quisiera sin parada ninguna. Y fue así como se demonizaron aquellos anuncios de los que ninguno habíamos renegado. Ahora resulta que no. Que donde dije digo digo Diego y que todo lo que habíamos desaprendido lo debemos volver a aprender. Netflix recula y propone que regresemos a la tele de siempre, a la que te dejaba huecos para hacer un pis y a la que te hace esperar un ratito más antes de conocer cualquier desenlace. Mucho cuidado no volvamos poco a poco también a la carta de ajuste y al teletexto.
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión