Un superviviente llamado Grand Prix
No hay mayor provincianismo que el centralismo y la soberbia capitalina
Era un noble de largo apellido, incalculables propiedades y bodega de prestigio. Pero también hombre cercano y de conversación interesante.-No olvide que en todas ... las casas hubo alguna vez alpargatas en la puerta-proclamó antes de pagar la cuenta. Era su forma de aleccionar, con elegancia, a otra comensal. Una nueva rica de esas que les sobra el dinero y les falta clase. Porque todos venimos de un pueblo. Sea hace una generación o diez. Lo he recordado ahora que ha terminado el Grand Prix del Verano convirtiendo en éxito, una vez más, la lejana frase. Vaya por delante que Ramón es como mi hermano y que trabajé en ese programa durante el arranque del milenio. No soy objetivo, ni lo pretendo. Pero eso me permite ver el programa con otros ojos y descubrir lo que el espectador no ve, ni falta que le hace, para pasarlo bien.
Lo que ha hecho este verano el Grand Prix podría calificarse de milagro. Hubo otro, en su regreso de 2023, pero los analistas de todo y de nada lo achacaron al cariño. Olvidan que el «Un, dos, tres», sin duda el concurso más legendario, fracasó en su retorno pese a la brutal audiencia de la primera entrega. La nostalgia es dama engañosa y de corto recorrido. Como un descorche de champán. Lo contrario que en este caso. Y eso que no todo el mundo deseaba el retorno. No es un formato moderno, según la definición actual. El presentador peina canas y no dice «me renta», «qué pasa bro» o «random». Tampoco suelta palabrotas para parecer más auténtico porque «no le renta». Es un señor de sesenta y pico años, padre de dos hijas, heterosexual, con cuarenta y tantos años de profesión, que va cuando puede a su tierra para estar con la cuadrilla y que presenta un programa familiar. Punto. No reivindica nada, no tiene cuenta en redes sociales, ni representa a nada que no sea a sí mismo. Algo raro en estos tiempos en los que debes desvelar la pasta que tienes, con quién te bajas la bragueta y qué opinas de la situación del colobo rojo de Costa de Marfil. Y luego está el programa.
La mayoría de las críticas han sido positivas. Incluso cariñosas. Pero no faltan los perdonavidas. Recuerdo a cierta periodista de un prestigioso periódico que tachaba al Grand Prix del Verano de programa de entretenimiento básico. Pero allí subyacía algo más. El aire de superioridad de una urbanita que ve a unos paletos saltando troncos. Luego nos extraña que los pueblos se vacíen. Gran parte de la culpa es ese desprecio a la vida en localidades donde el panadero reparte con furgoneta y los vecinos se conocen por el mote. La altiva mente de esa periodista le impide ver la grandeza del concurso. Díganme en qué otro pueden competir de buen rollo dos alcaldes del PSOE y el PP. O que Bildu, con su alcaldesa al frente, vaya dos veces a jugársela en la patata caliente. Y todo con normalidad. Demostrando que los pueblos se parecen más de lo que algunos desearían. Luego cada cual tendrá su pensamiento. Pero se puede aparcar la ideología, al menos unas horas, para pasar un buen rato. Y luego está la familia.
Basta con caminar junto a Ramón para confirmar que no hay niño o niña que no lo admire y que los adultos están encantados con la posibilidad de ver algo juntos. Eso es lo que olvida esa periodista y otros opinadores que en su vida se han puesto delante de una cámara. Lo que me lleva a la propia televisión. Si en su día vetaron la vaquilla y enterraron el formato, ahora dudaban de su éxito y rentabilidad. Cómo sería, que mi admirado Carlo Boserman, cerebro de Europroducciones, buscó una plataforma que asumiera la mayor parte del coste a cambio de los derechos para un segundo pase. Pero eso no impidió que el concurso de la nieta y el abuelo fuera relegado a un horario en que la primera debe estar en la cama y el segundo en su tercer sueño. Las malas audiencias del programa que le precedía provocó una decisión de urgencia. Quitarlo y adelantar el Grand Prix. Así nació el resumen de la entrega anterior y la previa del programa. Funcionó. Líder absoluto del verano. La res, aunque sea de tela, sigue teniendo tirón. Por eso ha sobrevivido al desprecio, a la eliminación de la vaquilla, a la obligatoriedad de utilizar padrinos con determinado perfil o a las críticas de lo único que era natural y no impostado. El fichaje de Lalachus. Ramón tenía claro que representaba a esas generaciones que crecieron viendo el programa en el pueblo de los abuelos. Lo que me lleva al principio.
La tele hace mucho que se cree una nueva rica. Urbanita. De las que huele a colonia, aunque sea de imitación, antes que a campo. Presume de cuenta corriente y de vivir en una metrópoli. Pero, una vez más, le han dado en los morros. El programa de los pueblos ha vuelto a ser el más visto, querido y aplaudido. Y ha tapado muchas bocas. No se debe renegar del pasado, ni del pueblo del ayer. Porque hasta las grandes capitales lo fueron en sus orígenes. Y porque, como decía aquél marqués, todos hemos tenido alguna vez alpargatas en la puerta.
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