Vieja tacaña
Doña Petra Gladiola regenta una tienda de empeño y es mezquina hasta con su hijo, que vive con ella en peculiares condiciones
Juan Bas
Sábado, 5 de julio 2025, 00:15
Doña Petra Gladiola es tacaña hasta extremos caricaturescos. Al igual que tantas personas aquejadas de esta lacra con probable base patológica, no se da cuenta ... de serlo y como mucho reconoce que es «un poco mirada para el dinero», lo cual considera una virtud; a la contra, el despilfarro le parece que debería ser el octavo pecado capital. La tacañería de doña Petra es constante y de índole universal, ya que la ejerce con todo el mundo: desde hijo a conocidos (no contempla amistades) pasando por las relaciones derivadas de su peculiar negocio, y hacia sí misma, sin concesión alguna ni excepciones. Doña Petra Gladiola es mi madre. Incremento la calamidad que me acarrea su miserable condición humana viviendo bajo el mismo techo.
Soy hijo único. Después de traerme al mundo, doña Petra decidió que no quería más niños. Como el uso de cualquier método anticonceptivo, incluido el inseguro de apearse en marcha, era inconcebible para ella, simplemente le dijo a su marido, mi padre, que no más débito conyugal ni marranadas sustitutorias de ningún tipo. Más allá de su fobia a quedarse preñada de nuevo, a doña Petra le repugnaba el sexo en general (a mí me es indiferente, carezco de apetencia sexual hacia hombres y mujeres). Sé estas sordideces familiares con detalle porque me las contó mi tía Agapita, su hermana, con la que estuvo muy unida y no se habla desde hace lustros por una cuestión de dinero, claro.
Mi padre, que murió de un infarto con mi edad, hace ya un cuarto de siglo, era un hombre resolutivo: visto el panorama se largó de casa y consiguió que la Iglesia le concediera la nulidad del matrimonio. Tuvo poca relación conmigo y lo único que heredé de él fue la insuficiencia cardiaca. Debió de meterme dentro del mismo paquete lastrado de su fracaso marital. Y mi madre es incapaz de querer a nadie; ni siquiera tiene amor propio: se cae mal (no me extraña). Así que fui un niño amado a raudales, lo que explicaría solo en parte la causa de lo infeliz y desvalido que me siento desde que tengo uso de razón.
Doña Petra atiende ella sola una tienda de empeño de su propiedad que está enfrente de casa. Es un local de tamaño medio que da la impresión de ser exiguo por estar atiborrado con objetos de toda clase y tamaño: los que han pasado a la venta por ausencia de rescate de los dueños en el plazo y los que están en depósito. La generosidad de sus tasaciones de los variopintos bienes de lance (algunos de asombrar) que le trae gente en apuros para sacar unas momentáneas perras, convertiría por comparación al avaro Harpagón en un pródigo. La tienda está seccionada por un mostrador mesa tras el que se sienta doña Petra. Detrás de esta división, cercana a la pared del fondo dotada de estanterías, es donde se exhiben los objetos de cierto valor. Y lo poco muy valioso y dinero, se guarda en una caja fuerte oculta en la pequeña trastienda; lo único en cuya compra doña Petra apenas escatimó. También hace préstamos a particulares de cantidades manejables. Se formalizan de palabra y en efectivo. Los intereses son tan usurarios que rayan con el surrealismo. Para los morosos cuenta con los servicios de dos brutales piltrafas del arroyo a las que paga con una magra comisión de las cantidades recuperadas.
Mi padre se largó de casa y mi madre ni siquiera tiene amor propio: se cae mal. Así que fui un niño amado a raudales
Doña Petra custodia la tienda de empeño sin ayuda (antes, solía estar con ella dedicado a mis cosas, pero soy un cero a la izquierda en cualquier aspecto). Una única vez intentaron atracarla. Entró un desgalichado que esgrimía una navaja automática. Sin inmutarse, doña Petra empuñó su 'derringer', que mientras atiende guarda en un cajón a mano (el resto del tiempo la lleva en el bolso), y le pegó un tiro en el hombro. El 'mangui', anonadado, huyó a trompicones y entre lamentos de dolor. Doña Petra amartilló de nuevo el percutor, pero no le dio tiempo a meterle otro balazo.
La pistola la trajo para empeñarla un peripuesto señor mayor al que se notaba avergonzado por su situación menesterosa. Mostró a doña Petra un precioso estuche de nogal con el interior forrado de terciopelo rojo y los huecos dispuestos para el arma, una pequeña pistola Remington modelo 'derringer' de dos tiros y respetable calibre 41, y para ocho balas. Una antigüedad fabricada en 1917 que estaba como nueva. Doña Petra le ofreció comprársela por una cantidad poco mayor que la del empeño y el señor aceptó.
Además de la 'derringer', mi madre lleva siempre un bastón con empuñadura de plata en forma de te mayúscula (la inicial de tacaña). Cuando hace negocios, golpea sin cesar con la punta del bastón el suelo con cadencia irregular para poner nervioso al desgraciado de turno. Doña Petra Gladiola acaba de cumplir noventa y un años. Yo, tengo sesenta y cuatro.
Como ya dije, madre e hijo vivimos juntos. No solamente eso: compartimos habitación y dormimos en sendas camitas individuales colocadas en paralelo con la separación de una mesilla. ¿Cuál es la razón de esta enrarecida excentricidad? No sé. Supongo que dependo de ella porque estamos conectados por un cordón umbilical de monstruosidad. Por las noches, vemos la televisión acostados; por supuesto, solo lo que ella escoge. Fumamos en la cama un cigarrillo tras otro en un ambiente irrespirable.
Detesto a mi madre. Y tras lo del ascensor esa aversión ha subido al odio. La comunidad al completo, menos doña Petra (vivimos en el cuarto), votó que sí a poner ascensor. Lógico. El menos viejo de la escalera soy yo y la más vetusta mi madre, pero sube los cuatro pisos como una ardilla. No le importó mi estado valetudinario y que tanto peldaño pusiera en peligro mi vida. Se negó a pagar su parte y yo carezco de ahorros. Como el vecindario sabe que tiene dinero, no le perdonaron su falta de cooperación y la puerta del ascensor se abre en cada piso con llave. No los movió a piedad mi morbidez; sé que me llaman «el gordo ñoño».
Compartimos habitación. Supongo que dependo de ella porque estamos conectados por un cordón umbilical de monstruosidad
Salgo poco, cada vez menos. La idea de afrontar los cuatro pisos al volver se me hace ya demasiado cuesta arriba. Y no me hace falta salir porque trabajo en casa. Me dedico a la traducción del inglés de los cuadernillos de instrucciones para el uso de electrodomésticos: una mierda mal pagada. Y para colmo, doña Petra me cobra alquiler por la vivienda.
Pero esta tarde la gula golosa me ha sacado a la calle. Aunque hace un calor bochornoso, he ido hasta la pastelería de la plaza porque es la mejor del barrio. No está lejos, pero con los kilos que cargo y la falta de fuelle, para mí todo está lejos. Vuelvo con el botín: media docena de pasteles variados para una merienda como Dios manda (por supuesto, a doña Petra no le he comprado ni gominolas). Al llegar al portal noto sofoco, sensación de mareo y estoy bañado en sudor. Subir los cuatro pisos a pie se me antoja una empresa más agónica que nunca. Espero un poco por si aparece algún vecino que se apiade de mí y me deje subir con él en el ascensor. Pero esta tarde de chicharrera no se mueve ni el aire y empezar con los pasteles en el portal es una ordinariez, así que no me queda más remedio que la escalera. Me cago en mi puta madre.
En el descansillo del segundo, el sudor de la cara se torna frío, ambos brazos me hormiguean y el mareo se agudiza. Aferrado al pasamanos y al borde del jadeo, subo parándome en cada peldaño para coger resuello. No hace todavía un año de mi infarto agudo de miocardio y el cardiólogo me advirtió del alto riesgo de sufrir el segundo si no dejaba los malos hábitos. En vez de adelgazar, he engordado aún más y estoy en los ciento veinte (no llego al uno setenta de estatura); tabaco, fumo lo mismo: paquete y medio al día, como ella; más que vida sedentaria, la hago inmóvil; y con frecuencia, se me olvida tomar el piélago de pastillas de mi medicación. En fin; es probable que, sin formulármelo, en el fondo lo desee. Y se me concede. Dos escalones antes de llegar al tercero, una garra invisible me estruja el pecho con un dolor profundo y agudo y me empuja como si fuera un matón que quiere derribarme. Tengo que sentarme o más bien me desplomo en la escalera desvencijado. Me invade el miedo. Atino a sacar del bolsillo del pantalón el pequeño pastillero con las dos pastillas de nitroglicerina, pero las manos me tiemblan y al abrirlo se me caen escaleras abajo. La pareja del tercero (solo hay un domicilio en cada piso) son dos ancianos sordomudos y medio locos: como llamar a las puertas del cielo. Y los bordes del segundo se han ido por ahí con el Imserso. Llamo a gritos a doña Petra, que está en casa, por las tardes no sale. La imagino junto a la puerta, escuchando mi demanda de auxilio con expresión hierática, impasible. Aunque quizá es que no me oye, quiero creer; el piso es grande. La cabeza se me va y el pecho duele menos, estoy al borde de la parada cardiorrespiratoria. Doy un último grito más fuerte y desesperado. Silencio; me apago. Oigo un seco tiro de pistola, que proviene de arriba, antes de perder el conocimiento; pero puede que sea una alucinación desiderativa en la puerta de la muerte, que ya viene, me acoge y se parece a mi madre. Vieja tacaña.
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