Los valles de Bohemia
En sus años de colegio, el joven René Descartes amaba retirarse a la biblioteca y abrir los inmensos infolios grabados con las maravillas más sobresalientes del orbe: los arimaspos de un solo ojo, los caníbales de las antípodas que comen la carne sin cocer, las acacias del otro lado del ecuador, la mantícora y el unicornio, los ríos de leche del reino del Preste Juan. Luego, al crecer, empezó a dudar de la veracidad de los autores antiguos y decidió emprender otra lectura más ardua y prolongada: la del libro que comenzaba fuera del patio del recreo. Así recorrió ciudades con canales y atalayas, vio hombres tostados y otros con la piel amarillenta, ascendió montañas y se inscribió como mercenario en el ejército de un emperador. Por último, se retiró a una cabaña junto a la ribera de un río, en los valles de Bohemia, cuando el invierno atería ya las hayas: estaba un poco mareado, ahíto, el mundo le había dejado en la cabeza esa estela borrosa que traza el vino durante una larga noche de banquete.
Allí, frente a la estufa, Descartes se puso a pensar. E, igual que en el colegio, al pensamiento pronto le sucedió la sospecha: tal vez las batallas y los aludes y los mapas y las prolijas ciudades que había recorrido no eran menos ficticias que aquellos monstruos de leyenda sobre los que leía en la biblioteca mal aireada de su colegio. Se dio cuenta, con menos horror que intriga, de que en realidad no sabía nada: porque no hay mayor valor en el crédito que concedemos a esos testigos pretenciosos, los cinco sentidos, que el que merecen las páginas más polvorientas de los filósofos de antaño. Ver una abeja no es más increíble que oír de ella, si estoy soñando o siendo soñado por otro. Así, el joven Descartes, que de repente dejó de ser joven, arribó a la siguiente constatación: que podía dudar de todo salvo de que dudaba, y que, por tanto, el mundo de afuera de aquella cabaña estaba allí sólo porque Descartes pensaba en él. Removió las brasas de la estufa y se sentó bajó una manta, más cansado pero no más satisfecho. Cerró los ojos y comenzó a repasar el largo inventario: los bosques, las manadas, los candelabros, las nubes en el cielo, los astros que giran, los pelos de su bigote, los alvéolos de polvo en el aire quieto de las aulas de su vieja escuela. Tenía que pensarlo todo despacio, con dedicación, con amabilidad, si no quería que se esfumara en la luz helada de la mañana, aquella mañana que blanqueaba los arroyos afuera, en los valles de Bohemia.
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