La tela de araña de Ana Román
La artista enreda al espectador en su peculiar mundo perfecto
Nuestra vida se sostiene sobre precarias puntadas. «El hilván es la historia de la humanidad», sentencia Ana Isabel Román, y nos advierte sobre la fragilidad ... de las costuras. «Uno piensa que está seguro y en realidad no es así porque en un momento se va todo al traste. Hay que tenerlo presente para reaccionar ante el descalabro y poder reconstruirte». Curiosamente, esta pesimista interpretación existencial no parece casar con la consistencia rocosa de su trayectoria artística. La exposición 'De N-House a Stormstrasse', en Espacio Marzana, acaba de evidenciar, una vez más, esa solidez llena de atractivas modulaciones.
La selección de piezas se ha nutrido tanto de una reciente estancia en Alemania como de acontecimientos domésticos, otra constante de su hacer. En el crisol de la autora se amalgaman múltiples referencias estéticas y la exploración de lo cotidiano desde el dibujo, la pintura y la escultura objetual. El resultado trasciende esos recursos y nos proporciona un universo propio y sugerente en sí mismo.
El imaginario de Román nos conduce a una utopía con sabor enciclopédico. Sus protagonistas, humanos o artificiales, nos retrotraen en el plano conceptual al esperanzado humanismo de Vitrubio y en el formal a la estética de cierto retrofuturismo, a los ecos de aquel positivismo que soñaba con el progreso como un continuum gracias al poder del hombre y la fabricación de robots e ingenios industriales.
«El hilván es nuestra historia, uno piensa que está seguro y en un momento se va todo al traste»
Ella reconoce que, en sus inicios como estudiante de Bellas Artes, los intereses eran muy diferentes, que, en la convulsa década de los ochenta en el País Vasco, sus maneras eran más violentas, acordes con la convulsión expresionista. La posterior formación en Alemania abrió toda una caja de Pandora. «Allí no vi la luz, pero se clarificó mi camino». Recuerda la época como una sucesión de descubrimientos, desde Marcel Duchamp al constructivismo, de Kurt Switters a la Bauhaus y, sobre todo, Francis Picabia, de quien ha heredado su fascinación por las máquinas. La hija del hombre que exploraba mecanismos en su taller y la mujer que elaboraba tejidos, la niña observadora entre el campo y la ciudad, testigo de grandes cambios sociales y económicos, halló su camino retrotrayéndose a otro periodo dramático y sus poderosos ejes creativos.
La fecunda atmósfera artística que vivió la Europa de Entreguerras se apoderó de ella y no la ha abandonado. Ana Román reconoce que la primera artista salvaje se ha apaciguado sin perder su facultad de observación. «Me encanta que el día a día me sorprenda, pero tengo un orden en mi trabajo y una línea de exploración de largo recorrido, sin bruscos zigzags». La idealización de artefactos y espacios nos reconforta, como si nos proporcionara un refugio para el caos y la inseguridad que nos rodea. Su esquematismo y sobriedad monocolor sugieren un entramado donde todo es más sencillo y los horizontes se presentan despejados. Pero se trata de una ilusión seductora. Como la araña, la artista bilbaína es una hábil tejedora, en sentido literal y figurado. Caer en sus telas resulta muy fácil y, generalmente, esta trampa se convierte en un camino sin retorno.
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