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Romeo y Julieta
Lecturas

Romeo y Julieta

javier sagastiberri

Viernes, 10 de julio 2020, 19:07

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Se conocieron al principio de la peste, cuando todavía no se hablaba de pandemia, aunque las noticias que nos llegaban eran ya inquietantes y no podíamos mirar hacia otro lado, no nos consolaba ya pensar que jamás habíamos probado la carne de murciélago ni la de pangolín, ni nos tranquilizaba conocer que los chinos de debajo de casa no provenían de la lejana provincia de Hubei. Días atrás, en nuestra ciudad se había producido la primera baja, pero todavía caminábamos por las calles con firmeza, y nos preparábamos para batir nuevamente los récords de participación en nuestra querida manifestación del 8-M.

Él se llamaba Romeo y ella, cómo no, Julieta, y se conocieron ese día en el bar Jaime, donde nuestra heroína disfrutaba de una copa de cava junto a sus amigas, antes de cargar con aquel cartel desmesurado en el que abominaban de patrones y partidos, de maridos y de dioses.

Le preguntaron su nombre y él aprovechó para hacer la broma habitual: dijo llamarse Romeo, y se atrevió a preguntar si alguna de ellas quería ser su Julieta. La carcajada de tres de ellas y el silencio de la cuarta, una rubia alta y delgada, muy joven, de no más de veinte años, le hizo acariciar unas razonables esperanzas.

- El caso es que mi nombre es Julieta -dijo, a la vez que sonreía tímidamente y enseñaba unas paletas ligeramente separadas que aumentaban su atractivo.

Romeo se quedó sin palabras, pues jamás había pensado que su broma podía dar en la diana, nadie se llamaba Julieta en estos tiempos miserables, y menos con veinte años.

- ¿En serio te llamas Romeo? -le preguntó la más suelta, la que había ideado el contenido del cartel.

- Desgraciadamente sí -dijo con gesto de resignación- y no sabéis lo que he aborrecido esa circunstancia... hasta hoy.

Esto lo dijo con tal sentimiento que las cuatro mujeres experimentaron, cada una a su manera, una suerte de epifanía, ya que reconocieron en las palabras de Romeo, y en la forma de decirlas, una apasionada declaración de amor.

La manifestación inició su andadura, y los amantes buscaban cualquier ocasión para rozar su piel, al principio con timidez, brazo contra brazo de manera ocasional, hasta que más tarde sus manos se encontraron por accidente y se entrelazaron con la perfección con que se ensamblan las últimas dos piezas de un puzle complicado. Las tres amigas advirtieron esa unión, pero no hubo risitas cómplices, eran conscientes de la seriedad de lo que comenzaba. Una de ellas, con fama de bruja y pitonisa, comentó que un viento helado sopló en su interior, como si un dios le advirtiera de que entre aquellos amantes se iba a consumar una tragedia.

Romeo partía el día 9 para los Picos de Europa. Había estado preparando con su equipo el asalto a una pared del Naranjo. Practicaba un tipo de escalada extremadamente peligrosa denominada 'Free Solo', en la que se aspiraba a escalar paredes verticales sin ninguna sujeción, y con el suelo esperando a cientos de metros. La modalidad 'Free Solo' podía resumirse mediante una sola expresión: 'Cumbre o muerte', y sus practicantes tenían muy en cuenta esa máxima, por lo que nunca se despedían de sus seres queridos. Por ello, Romeo no se despidió de su Julieta, tan solo le dijo un hasta luego vacilante y quedaron en encontrarse de nuevo en el Jaime el martes día 17.

El viernes, 13 de marzo, Sánchez anunciaba un Consejo de Ministros para el sábado, en el que se iba a decretar el estado de alarma desde el mismo día 15. Ese estado ya existía desde antes en el equipo de Romeo, aunque por razones muy distintas. En los días anteriores su gente tuvo que contener el aliento cuando presenciaba cómo Romeo caía al vacío siempre en el mismo punto de la ruta que debía conquistar y solo se salvaba porque estaba asegurado, pero el sábado 14, jornada en la que las cuerdas no estarían para detener su caída, estaba a la vuelta de la esquina. El anuncio de la alarma aplazó para Romeo la peligrosa disyuntiva 'cumbre o muerte'.

Tardaron un par de días en organizar la vuelta a casa, ya para entonces Romeo y Julieta habían renunciado a su encuentro imposible en el bar, pero descubrieron con satisfacción que los portales de sus viviendas estaban muy próximos y las ventanas del piso de Romeo, un segundo interior de la calle Licenciado Poza, daban al mismo patio que las ventanas del de Julieta, un séptimo también interior, al que se accedía desde Rodríguez Arias.

Durante el viaje de vuelta, a Romeo le acometió la sensación de que atravesaban un país devastado por los rigores de la batalla. No había hecho más que posar la mochila en el suelo para despedir más cómodamente a sus amigos, cuando observó que tenía a su vera al agente Montesco, quien le requirió la documentación para comprobar que vivía allí. Subió a su piso y lo primero que hizo fue llamar a su amada Julieta para anunciarle que iba a visitarla de inmediato; colgó antes de que ella le explicara que no iba a ser tan fácil, pero lo descubrió en cuanto bajó al portal, donde le esperaba, ceñudo e investido de plena autoridad, el mismo agente Montesco que, al parecer, tenía como misión vigilar estrechamente aquel segmento de la ciudad.

- ¿Dónde va usted? ¡No lleva perro! -exclamó con enfado.

- Voy a casa de una amiga.

- ¿Cómo dice? -los ojos del agente se abrieron desmesuradamente- ¿De dónde viene usted?

Romeo le explicó que acababan de bajar del monte. El agente Montesco, al fin y al cabo un hombre comprensivo, le explicó que eso era imposible y aprovechó para recitarle la lista de prohibiciones del estado de alarma. Volvió cabizbajo a su morada y telefoneó a Julieta, quien le explicó de forma más amable todo lo que significaba el estado de confinamiento.

Pasada la noche, Romeo se duchó y se perfumó aguardando anhelante hasta las ocho, pues no sabía si la panadería de Sabino Arana, cerca ya del Sagrado Corazón, estaría abierta antes.

Bajó apresurado y explicó al agente Montesco que iba a comprar una barra de pan y le dio las señas de la tienda. Dobló hacia la derecha, recorrió a buen ritmo Sabino Arana y, al llegar a la esquina, miró hacia atrás: no le seguía agente alguno. Entonces, en vez de cruzar la calle para acceder al comercio, volvió a doblar hacia la derecha y avanzó por Rodríguez Arias hacia el portal de su amada. El agente Capuleto le echó el alto.

- ¿Dónde va usted?

- ¿Yo? A comprar una barra de pan.

- Se ha equivocado, no es en esta acera. Retroceda y cruce la calle; no tiene pérdida.

Romeo le dio las gracias, a la vez que maldecía en silencio y se dirigía hacia su casa nuevamente, una vez comprada la barra de integral con semillas. Sonrió al agente Montesco, pero este le paró y le exigió el ticket.

- ¿Cómo? ¿Ticket para el pan?

- Mire -el agente sonrió comprensivo- sé que viene usted de comprarlo y, por esta vez, no le voy a sancionar. Pero pida siempre el ticket. Hemos de ser extremadamente rigurosos. Ya en estos primeros días hemos detenido a ciudadanos que paseaban tranquilamente con un pan tan duro que solo servía para hacer sopas de ajo.

Julieta tuvo una idea mejor, pero que a la postre resultó un verdadero desastre. Quedaron a las once en la cola del Mercadona. Llegaron a la vez, y se miraron manteniendo la distancia. Eran los únicos que no llevaban mascarilla, y eso fue lo peor, porque la proximidad de los cuerpos y la visión de sus bocas desnudas inflamó el deseo y a punto estuvieron de abandonar la fila, ya que se veían incapaces de resistir la tentación de fundirse en un peligroso y delictivo abrazo. Julieta le advirtió que era imposible, debían presentarse ante Capuletos y Montescos con la compra hecha.

Lo intentaron todo para poder estar juntos. Él contactó con el Ayuntamiento y con la Delegación del Gobierno para cambiar su domicilio; solicitaron incluso casarse por poderes, pero todos los procedimientos estaban suspendidos.

Julieta tuvo una idea brillante. Él podía contratarla como su chacha y eso sí que fue posible. Rellenaron telemáticamente un contrato de empleada de hogar por el que Julieta debía trabajar de sol a sol seis días a la semana para mantener limpio y brillante el piso de 60 metros de su amado.

Cuando salió a la calle con el certificado de justificación de desplazamiento al lugar de trabajo expedido por Romeo, y que podía mostrar en su teléfono móvil, le echó el alto Capuleto. Examinó el documento, llamó por teléfono a Montesco y se quedó un instante pensativo.

- Mire, señorita -le dijo con cariño paternal- hay muchas excepciones a la prohibición de desplazarse, pero entre ellas no está contemplada la pasión salvaje y desmedida. Lo siento, podríamos detenerla por fraude a la ley y, en este momento, esa acusación puede acarrear graves consecuencias. Vuelva a su casa, alivie sus ardores como pueda y espere, no sea impaciente, que esto solo va a durar quince días escasos.

Julieta, con su hermoso rostro teñido de rubor, regresó desesperada y rabiosa a su morada, pero enseguida recuperó la esperanza, pues ya para la noche su héroe había concebido un plan grandioso. Esa noche se descolgaría desde su ventana a los patios inferiores, y escalaría la pared ayudándose con la tubería que ascendía hacia la azotea.

- ¿No será peligroso?

Nuestro héroe sonrió.

- No conoces las paredes con las que me he medido.

Llegó la hora. Romeo se descolgó hasta el patio sin problemas, era un rappel sencillísimo. Ningún vecino estaba al acecho. Por un momento temió que Montescos y Capuletos patrullaran por el interior, pero no vio a nadie y, con confianza renovada, se aproximó a la fachada que debía escalar para acceder a la ventana de su amada.

Esta le esperaba temerosa y feliz al mismo tiempo. En pocos segundos, Romeo había ya escalado hasta las ventanas del quinto piso.

Cuando ya paladeaban los amantes de forma anticipada las delicias del encuentro, Romeo no pudo evitar que sus dedos se desprendieran de la fachada, aferrados al vacío, y su cuerpo volara sin encontrar nada que pudiera amortiguar el golpe. Julieta contempló la figura de su amado al fondo, en la cubierta del patio, hermoso y definitivamente muerto, mirando hacia las estrellas, y se arrojó, ciega de dolor, al vacío que les separaba.

El helicóptero de la Ertzaintza los descubrió al día siguiente: dos cuerpos acostados, el uno junto al otro, mirando hacia el cielo, como si descansaran agotados, tras haber disfrutado de una larga noche de amor.

Conozco estos tristes hechos durante el confinamiento, me entero por la televisión.

Escucho a los portavoces del Gobierno y a las distintas autoridades, que nos informan de los frutos conseguidos desde el día anterior gracias a nuestra heroica privación de libertad.

Atiendo a las últimas palabras de uno de los cargos de la Policía:

- Hoy presentamos otro claro ejemplo de cómo las actitudes insolidarias pueden terminar en tragedia pavorosa para los infractores.

Cuenta con detalle las infracciones cometidas contra el confinamiento, primero las de Romeo, luego las de Julieta.

El relato de los hechos, que tiene el sabor de un apólogo moral en los labios del viejo policía, acaba refiriendo la muerte de los amantes.

Me quedo pensativo y miro por la ventana:

«La mañana trae consigo una paz lúgubre; el sol, apenado, no asoma su cabeza. Vayamos, que hemos de hablar de estos hechos tristes. Unos serán perdonados, otros tendrán su castigo, pues historia tan penosa nunca hubo como ésta de Julieta y Romeo».

El autor

Javier Sagastiberri

Donostiarra, nacido en 1959, es licenciado en Económicas y Filología Hispánica. Trabaja como inspector en la Hacienda foral vizcaína y ha publicado cuatro novelas protagonizadas por la pareja de ertzainas Itziar Elcoro y Arantza Renteria.

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