Regreso a la pequeña patria de los barrios

Publicada por Vitrubio, su poesía esencial hasta 2015 está reunida en el volumen 'Tiempo y memoria'. Una obra poética esencialista marcada por la intimidad y por la capacidad del lenguaje de crear a su alrededor un mundo de misterio, una segunda realidad más allá de la apariencia palmaria de las cosas. También una ternura extraña, una emoción contenida que en ocasiones proviene de la mirada o la intuición larga del poeta, pero otras muchas de la propia fricción de las palabras, de su música, su cadencia y su capacidad de iluminación. Porque la luz, con todos sus matices, sin duda ha sido (y es) una de las grandes protagonistas de su territorio poético. Una devoción visionaria que le ha impulsado a colaborar de manera muy intensa con artistas plásticos como Agustín Ibarrola, Albano, Salvador Retana, Antonio de Oteiza, José Antonio Elvira o Ángel Sardina.

Es este último, Ángel Sardina, quien acompaña precisamente, con la portada además de un par de ilustraciones interiores, la última entrega poética de Muñoz Quirós, 'Barrio', publicada en la colección Alcalima de la editorial Lastura. Una obra que se hace necesario leer, cuarenta años después de su debut literario, de una manera diferente. Diferente incluso frente a todo lo anteriormente escrito por el poeta, quizás porque por primera vez el escritor ha decidido levantar las barreras del lenguaje, para acceder directamente, sin intermediarios, al flujo de la memoria. Esa memoria que forma parte constante de su quehacer poético.

Se podría decir que en 'Barrio' esa permanente condición de Muñoz Quirós de indagador de sí mismo, siempre en busca de material poético de primera mano, se estrecha casi hasta el límite. Y se estrecha, despojándose (inocente o deliberadamente) de toda retórica, para entrar con la mayor pureza posible en el territorio esencial del recuerdo de la infancia. Elaborando así un retrato tan propio, tan personal, que inevitablemente termina por constituir también un pequeño retrato generacional: la verdad del ser individual en el magma del ser colectivo.

Una generación, escribe el poeta «lejana de la guerra,/ cuando ya no existía/ la infranqueable severidad del hambre». Pero una generación, por contra, definida desde la huella de esa misma guerra, a través de la memoria de los abuelos. Las dos abuelas, la del sur y la de la meseta castellana, en el caso de José María Muñoz Quirós. Dos mujeres que hablaban de lo mismo, pero con lenguajes diferentes (tal vez los dos veneros que mejor definen la poesía del abulense). Al final, «dos formas de trascribir la historia/ y su paso/ por la triste secuela de aquel tiempo».

La conciencia de como en un barrio, en el barrio sustancial de cada uno, en esa vida que late «encerrada en sus calles», el pasado se convierte en presente, y de manera inmediata en carne de futuro. De como en los espacios íntimos, los de la familia, la escuela y la infancia, se forja una personalidad que nos define de manera indeleble para el resto de la vida. Por distintas que puedan ser después las circunstancias. En el caso del poeta, la personalidad de un niño que, tal vez porque no jugaba al fútbol, como la mayor parte de sus compañeros, terminó por aprender a inventarse «otro modo de habitar cada día».

Así, la conciencia de haber perdido el niño que antes fue, ese que «no volverá más» porque «ha muerto para siempre», se convierte también en la urgencia por rescatarlo de las nubes del recuerdo. Por evocar con él, por ejemplo, de qué manera en la niñez se viven los cambios de estación, con qué intensidad se pasa de las primaveras magníficas, donde el calor anuncia el fin de curso, a los veranos «a la luz de la luna», a los otoños encendidos y a los inviernos de plata. Ese frío, esa memoria ancestral de la nieve que de manera sistemática ha ido también manifestándose a lo largo de toda la obra de Muñoz Quirós.

La reseña, al fin, del aprendizaje de la vida en medio del «brusco desorden» de las horas infantiles. El tejer y destejer de los sueños. O la grandeza de descubrir las primeras formas de las letras. Los primeros libros y, a través de ellos, «la primera tentación/ hacia el ancho horizonte del saber». La evocación del maestro, aquel que «nunca descansaba de ser maestro», y que «contemplaba el destino/ cuando tenía la certeza/ de encendernos la llama/ que nunca más se apagaría». El ritual de las mañanas de escuela. Los juegos infantiles. Las amistades peligrosas y las fantasías desbordadas. También la inquietud profunda del «sexto mandamiento».

Así, en ésta su última entrega el poeta se emplea con verdad profunda no a la evocación, sino a la «conquista» de aquel tiempo huido, perdido en el tiempo, que reclama su redención. La conciencia de que la patria de todo escritor es su lengua, pero acaso también, o sobre todo, su infancia: el país que definen las fronteras de las cuatro calles de su barrio.