La poesía como documento histórico
Generación del 50. La obra de Ángel González expresó una actitud moral y un compromiso con su tiempo, una épica de la derrota
Juan José Lanz
Sábado, 6 de septiembre 2025, 00:13
Para que yo me llame Ángel González…» En los versos que abren el poemario 'Áspero mundo', y que pueden leerse al completo en estas páginas, ... aparecían ya las claves de una trayectoria de más de cincuenta años que culminó con la aparición póstuma de 'Nada grave' (2008): el intento de construcción de una identidad en la escritura que paradójicamente encuentra su reflejo en los otros. Lo que el poema trata de conformar es «el árbol genealógico del sufrimiento a lo largo de generaciones enteras»; una cadena que conduce al nacimiento de Ángel González en Oviedo el 6 de septiembre de 1925.
Era el hermano pequeño de una familia ilustrada y progresista y creció sin padre. Apenas tenía dos años cuando Pedro González Cano, un pedagogo republicano, decidió someterse a una operación de rodilla para corregir su cojera. A las pocas horas, sufrió una infección y murió. La Guerra Civil les castigó con más ausencias. Su hermana Maruja fue apartada de su puesto de maestra por la Comisión Depuradora de Enseñanza. El hermano mayor, Pedro, tuvo que huir de Oviedo para salvar su vida y el mediano, Manuel, lo intentó pero fue interceptado y lo mataron.
Después de la guerra, Ángel enfermó de tuberculosis y se trasladó a Páramo de Sil, en León. Rodeado de aire puro, se volcó en la lectura y afianzó su vocación poética, que le acabaría reportando los más altos galardones del género. En 1985 obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y una década después, el Reina Sofía de poesía hispanoamericana. En 1997 entró en la RAE, que le había rechazado en dos ocasiones, con un discurso sobre 'Las otras soledades de Antonio Machado'.
Nada de eso parecía posible cuando tras estudiar Derecho en Oviedo se marchó a Madrid en 1950, pero en su madurez obtuvo todos los reconocimientos a una trayectoria que desarrolló en una doble andadura: por un lado, una indagación en la construcción de la identidad personal; por otro, una progresiva conciencia de que esa identidad personal sólo puede ser social, colectiva, fundida con aquellos que comparten la misma circunstancia histórica, marcada por la guerra y la dictadura franquista. Quizás sea eso lo que une a los poetas de la promoción de Ángel González, aquella Generación del 50 que, en su sector más vinculado al realismo social y al realismo crítico, se fotografió en febrero de 1959 en Collioure para homenajear a Antonio Machado y dar existencia a ese cuerpo generacional.
Es esa característica la que otorga también a la poesía de Ángel González una dimensión de «documento histórico»; no sólo porque da testimonio de una época, sino porque su propia intimidad es el resultado de una construcción histórica y el lenguaje viene condicionado por su enfrentamiento con los discursos de poder que consolidan las ideologías dominantes.
Siempre defendió que la poesía es una forma de compromiso histórico de la escritura. «La Historia de la poesía, la Historia de la literatura -escribirá en 1963- no es más que un fragmento de la Historia, que siempre es del hombre». Y la poesía crítica es «expresión de una actitud moral, de un compromiso respecto a las cosas más graves que suceden en la Historia». Esos poemas hablan del sujeto que se encarna en ellos, y viceversa; porque el poeta no puede existir fuera de la Historia.
La hipocresía del lenguaje
A mediados de los 50, poco antes de publicar su primer libro, vivió una temporada en Barcelona, donde trabajó como corrector de editoriales y entabló amistad con Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo. En 'Áspero mundo' (1956), con el que obtuvo un accésit al premio Adonáis, recogerá esa conciencia de sujeto que se integra en la Historia junto a un sentimiento de derrota no solo personal, sino colectiva. De esa decepción asumida conscientemente surgirá 'Sin esperanza, con convencimiento' (1961), donde la voluntad testimonial supera la crónica descriptiva para integrar el juicio crítico.
Para ello necesita una mirada distante y una voz poética marcada cada vez más por la ironía, que se acrecienta en el siguiente libro, 'Grado elemental' (1962). Es una forma de desmontar los discursos de poder y denunciar el entorno político y social. Las palabras juegan con el doble sentido para poner en evidencia la ideología que transmiten y mostrar la hipocresía del lenguaje.
'Tratado de urbanismo' (1967) marca el final de una etapa poética y el comienzo de otra. Empieza a apuntarse una actitud autorreflexiva que cuestiona el discurso en su propia enunciación y el propio lenguaje. «Escribir un poema» es, entonces, como «marcar la piel del agua»; la escritura poética se disuelve en los límites del lenguaje y, con su nombrar difuso, borra lo que hay más allá de ella; hace patente su proceso de disolución y deviene paródica, a la vez que se abre a ciertos aspectos imaginativos.
En los años 70 Ángel González se traslada a Nuevo México, donde da clases de Literatura Española Contemporánea además de ejercer como profesor invitado en otras universades norteamericanas. Su obra sigue evolucionando. En 1969, 'Breves acotaciones para una biografía' (1969) apela a la imposibilidad de llevar a cabo la escritura de una vida, porque nombrar es borrar, escribir es negar la identidad pretendida en el nombre. 'Procedimientos narrativos' (1972) y 'Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos…' (1978) apuntan precisamente al relato de un personaje apócrifo, una identidad que no puede entenderse sino como espectral, fantasmagórica ('Deixis en fantasma', 1992), «sólo presencia que no ocupa espacio»; el poema solo señala la ausencia y el espectro evoca precisamente su desaparición, en un tiempo en el que los grandes relatos y el relato de la propia historia de la España reciente entran en crisis.
La conciencia temporal, siempre presente en la poesía de Ángel González, se manifiesta entonces con un marcado tono elegíaco. Y la lírica, si alguna vez lo fue, tiende hacia la narrativa, hacia una especie de épica de la pérdida y la derrota, una épica de la desaparición; la poesía se inclina hacia la antipoesía, como en el caso de Nicanor Parra, a la búsqueda de nuevos recursos que no estén desgastados por el uso poético, hacia su fusión con la prosa, como muestra ya en 'Prosemas o menos' (1985).
'Otoños y otras luces' (2001) y 'Nada grave' (2008) acentúan ese carácter elegíaco («El otoño se acerca con muy poco ruido»), y el proceso de fantasmagorización del sujeto poético se agudiza en la resurrección de un Lázaro inverso en 'Orazal' («Soy el resucitado de la vida, el que regresó al reino de la nada»), en una «Caída» «desde mí mismo / al vacío, / a la nada». La muerte no es «nada grave» para quien ha ido desapareciendo lentamente en su escritura.
Ángel González culminó así el mismo año de su muerte, a los 82, una de las trayectorias poéticas más relevantes de su generación. Fiel a sí mismo hasta el final, supo adaptar los vaivenes de la Historia reciente en sus versos, legándonos una poesía que aún nos habla de su tiempo, que es el nuestro.
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('Áspero mundo', 1956)
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...
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Poética (a la que intento a veces aplicarme)
Escribir un poema: marcar la piel del agua./
Suavemente, los signos
se deforman, se agrandan,
expresan lo que quieren
la brisa, el sol, las nubes,
se distienden, se tensan, hasta/
que el hombre que los mira
-adormecido el viento,
la luz alta-
o ve su propio rostro
o -transparencia pura, hondo/
fracaso- no ve nada.
('Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos...', 1978)
La importancia de un nombre
El poeta quería dejar constancia desde el comienzo de su primer libro de que su nombre («para que yo me llame» y no «para que yo sea») era su modo de existir poéticamente; otorga una entidad al «ser» como nombre, como palabra, como lenguaje, contextualizado en «un ancho espacio» y «un largo tiempo», que contrastan con el «aquí» y «ahora» manifiestos en los versos siguientes: «esto que veis aquí, / […] un escombro tenaz, que se resiste / a su ruina». Quien pretenda establecer la genealogía de los «González» a lo largo de la Historia se encontrará con la diáspora de sus gentes; quien pretenda buscar una esencia más allá del nombre se encontrará con la diseminación del lenguaje. Ser no es otra cosa que existir, ser-ahí; nombrar no es sino la forma que tiene el poeta de dar existencia a lo que le rodea.
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