Partidaria de la felicidad
Josefina Aldecoa. ·
La esposa del autor, que tomó su apellido al enviudar, también formó parte de la Generación del 50 y destacó por su labor pedagógica en el colegio que ella misma fundóIratxe Bernal
Viernes, 18 de julio 2025, 19:00
Josefina Aldecoa nació el 28 de marzo de 1952 en la ermita madrileña de San Antonio de la Florida en una boda sin vestido blanco, ... invitados ni banquete pero feliz. Hasta entonces, la joven pedagoga sin miedo ni reparos a trabajar en una cocina con tal de conocer Londres, a ser la única mujer entre los fundadores de una revista literaria o a intentar resucitar las misiones pedagógicas de la República era Josefina Rodríguez Álvarez y ya había empezado a trazar un camino inusual para sus coetáneas, pero también para los autores de la generación de los 50.
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La esposa de Ignacio Aldecoa nació en La Robla el 8 de marzo de 1926, donde pasó gran parte de una infancia alegre en la que disfrutó del «protagonismo delicioso» que sólo conoce el primer hijo, nieto y sobrino. Con ella se esmeraron su madre y su abuela, maestras fieles a la Institución Libre de Enseñanza, y un abuelo racionalista que le dejaba libros «algo complicados» para su edad. Allí estaba cuando, diez años después, un domingo de julio una escuadrilla de aviones atravesó el cielo de la huerta. Iban a bombardear Asturias y el ruido de sus motores marcó el principio de «un silencio repentino que lo inundó todo».
La guerra no castigó en exceso a su familia ni frenó su educación. Ni la oficial ni la extraoficial, rematada en la adolescencia con el descubrimiento en León de la Biblioteca Azcárate y sus tertulias literarias, en las que era la única presencia femenina. En ellas asistió al nacimiento de la revista 'Espadaña', que apareció en 1944, justo cuando sus padres decidieron que Madrid ofrecería mejor futuro a sus hijos.
En la capital, se matriculó en la Complutense para continuar la carrera de Filosofía y Letras iniciada en Oviedo. Allí conoce a José María Valverde, Rafael Sánchez Ferlosio, Alfonso Sastre y Jesús Fernández Santos, que la apodan Myrna Loy y le envidian porque también estudia en el British Institute y saca de la biblioteca de la embajada estadounidense obras de Steinbeck, Hemingway o Faulkner. Por si fuera poco, en 1950, recién terminada la especialidad de Pedagogía, pasa cinco meses como estudiante extranjera en una residencia estudiantil londinense. En la práctica aquello se traducía en trabajar en la cocina o haciendo las habitaciones, pero también en el privilegio de cerciorarse de que «la libertad existía».
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Misiones pedagógicas
De aquel primer viaje fuera regresa con el tema de su tesis decidido -la relación de los niños con el arte- y un halo que la hace sobresalir entre aquellos aspirantes a escritor ávidos de estímulos, los «partidarios de la felicidad», como los llama tomando prestado el verso a Gil de Biedma. Además, no para. Mientras investiga se interesa por las misiones pedagógicas con que la República trataba de llevar la cultura a pueblos aislados y decide retomarlas junto a tres compañeros. En coche prestado por el catedrático Víctor García Hoz y cargados con el proyector que pide a la Casa Americana, pasan dos años descubriendo el cine a gentes que ni tenían luz en casa.
Aunque se conocían de vista, es entonces cuando Sastre y Sánchez Ferlosio le presentan a Ignacio. Se casan año y medio después. Su etapa de casada no fue menos atípica. Quedó entre las seleccionadas del Nadal con 'La casa gris' y realizó la primera traducción al castellano de Truman Capote -'Maese Miserias'- para 'Revista española'. Viaja cuanto puede, acepta una beca en Nueva York -que supuso la marcha del matrimonio durante un curso dejando en Madrid a su hija Susana, de cuatro años- y, finalmente, se hace empresaria para brindar a su pequeña la educación krausista de la que se sentía heredera. En el Colegio Estilo, fundado en 1959, acogió de inmediato a los hijos de los intelectuales que no querían ver a sus vástagos moldeados por el franquismo: García Berlanga, Saura, Bardem, Azcona, De Quinto, Zanetti...
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Pero la felicidad de los Aldecoa acaba pronto. «La vida, como la moneda, hay que saber gastarla a tiempo y con gracia», decía él citando a Ortega con cada «no fumes, no bebas, duerme, come» de ella, y el 15 de noviembre de 1969, repentinamente, en casa de Domingo Dominguín, Ignacio apura su crédito. Ella se aferra entonces al trabajo en el colegio para hacer pie en aquella «nebulosa cargada de dolor» y, de la mano de Mario Camus y su mujer, descubre el que desde entonces será su refugio, Las Magnolias, una casa de indiano en Mazcuerras (Cantabria) a la que traslada «los restos del naufragio».
Allí, rodeada por los libros de Ignacio y en su mesa, retoma la escritura. Primero, en 1978, con el prólogo de una selección de cuentos para Cátedra que firma como Josefina Rodríguez de Aldecoa, «para que los lectores se dieran cuenta de quién era». Después, con las semblanzas de algunos amigos en 'Los niños de la guerra' y finalmente con las novelas 'La enredadera', 'Porque éramos jóvenes', 'El vergel', la trilogía 'Historia de una maestra', 'La fuerza del destino' y 'Mujeres de negro' y sus autobiografías 'En la distancia' y 'Confesiones de una abuela', entre otras. En 2011 deja la dirección del colegio -dirigido por su hija hasta su cierre en 2019- y fallece por una insuficiencia respiratoria.
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