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'Jugadores de cartas', Caravaggio (Michelangelo Merisi), 1595.
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Artes plásticas

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Victor Stoichita reinterpreta conceptos y detalles que dan forma a la experiencia artística

BEGOÑA GÓMEZ MORAL

Sábado, 18 de mayo 2019, 00:59

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Una luna de miel de cuatro años es lo que en teoría disfrutaron Anna Grigoryevna y Fiódor Dostoievski. Los datos cuadran, puesto que eran recién casados y estuvieron viajando desde 1867 hasta 1871, aunque la realidad dista de la idea que tenemos sobre ese tipo de viajes; parece ser que salieron de Rusia huyendo de los acreedores y recorrieron el centro de Europa acuciados por la estrechez económica. La causa no era solo la preocupante mezcla entre generosidad y falta de perspicacia del escritor, poco riguroso con la legitimidad de los pagarés que a menudo le llegaban fundados en antiguas deudas de su hermano fallecido. También era proclive a firmar contratos draconianos con su editor y estaba, sobre todo, la afición al juego, un hábito que le mantuvo atenazado durante años hasta el punto de empeñar, no sin intercalar remordimientos y lamentaciones, joyas, vestidos y hasta el abrigo de piel de su mujer. Aunque, al cabo, fue la ludopatía lo que le proporcionó experiencia de primera mano para escribir 'El jugador' y lo que le brindó ocasión de conocer a su segunda esposa, la joven taquígrafa que había crecido leyendo sus libros y le ayudó a redactar la novela en veintiséis días. Después de haber enviudado dos años antes, la experiencia les unió lo suficiente para que Dostoievski propusiera matrimonio a Anna también en tiempo récord, apenas un mes después de conocerse.

Una vez casados, dejaron atrás San Petersburgo y visitaron Hamburgo, Baden-Baden... Cada vez que las continuas pérdidas hacían a Dostoievski alejarse momentáneamente de la ensoñación verde de la mesa de ruleta, se ponían de nuevo en camino. Habían trascurrido poco más de seis meses desde la boda cuando, en ruta hacia Ginebra, llegaron a Basilea. Casi su primera visita allí fue al Museo de Bellas Artes. No está claro si les guió la casualidad o si el escritor ya llevaba la intención previa de ver alguna pintura en particular, pero la pinacoteca lo merece. Se fundamenta sobre una colección permanente que en la actualidad sigue siendo una parada tan obligatoria como estimulante para quienes visitan la feria anual de arte contemporáneo. Allí recalan aficionados y expertos que, a veces, quizá sin saberlo, quedan transfigurados ante la misma obra que el día 12 de agosto de 1867 sobrecogió a Dostoievski. No es de extrañar que algunos biógrafos sospechen que el 'Cristo muerto' de Holbein pudiera ser lo que aquel verano atrajo al escritor a una ciudad desprovista de casino. La pintura, célebre ya entonces, corresponde al periodo anterior al viaje del pintor a Inglaterra, donde pintaría conocidísimos retratos de Thomas Moro o Enrique VIII. También pertenece a Basilea por partida doble: allí fue creada en 1521 y allí entró a formar parte del Gabinete Amerbach, núcleo original de un museo que se remonta a 1662 y figura entre los más antiguos del mundo.

'Cristo muerto', Hans Holbein (Hijo), 1520-22.
'Cristo muerto', Hans Holbein (Hijo), 1520-22.

Como un nicho

El 'Cristo muerto' es una tabla de dos metros de base por treinta centímetros de alto. No cumpliría con la normativa mínima actual, pero tiene las dimensiones aproximadas de un nicho visto de costado porque eso es precisamente lo que representa: Jesucristo en el sepulcro, en el momento exacto en que la resurrección parece más inalcanzable. Lo que vio Dostoievski –lo que ven los visitantes del museo suizo– es un cuerpo completamente inerte, golpeado, ensangrentado, enclaustrado en un espacio mínimo, abandonado y sin esperanza. Los dedos crispados y las arrugas en la sábana son acentos expresionistas de la muerte tan absoluta como pueda ser.

Cuando el escritor estuvo ante el cuadro fue incapaz de apartar la vista. «Estaba absorto», describe Anna Grigoryevna en sus memorias, tanto, que ella empezó a sentirse agitada al verlo así y tuvo que salir a la sala contigua para tranquilizarse. «Era un cuadro increíblemente realista, aunque carente de toda belleza, y solo me produjo disgusto y horror». Al regresar quince o veinte minutos después vio que su marido había desplazado una de las inestables sillas de estilo romano que flanqueaban la pintura y se balanceaba peligrosamente encaramado para observar el cuadro más de cerca. Aun no había cámaras de seguridad, pero Anna temió que el guarda acabase por llamarles la atención. Creyó oír pasos cada vez más cerca. Sonaban ya a unos pocos metros por el pasillo cuando, como pudo, consiguió hacer descender a Dostoievski de la silla. Fue luego, mientras se apresuraban hacia la salida después de descansar unos minutos, cuando se alarmó de verdad al ver que estaba desencajado, con aquella mirada vidriosa que, aun llevando poco tiempo casados, ya reconocía como presagio de los ocasionales ataques epilépticos del escritor.

El impacto que tuvo la contemplación del 'Cristo muerto' en Dostoievski lo llevó a vertebrar 'El idiota'

La visita al museo de Basilea se repitió unos días más tarde. Tampoco en esa ocasión acabó en una crisis epiléptica, como Anna temía, sino en una écfrasis, lo que en griego viene a ser una descripción pormenorizada de un objeto artístico. La que hizo Dostoievski del cuadro de Holbein le sirvió para vertebrar 'El idiota', su siguiente novela. Los archivos del escritor han demostrado que tuvo dudas sobre el punto de partida moral del protagonista y pensó en hacer de él un ser depravado que evoluciona a lo largo del libro. El príncipe Myshkin terminó siendo prácticamente lo contrario, un 'Cristo humano' convencido, igual que Dostoievski, de que el cuadro de Holbein incide como pocos en las claves de la doctrina cristiana. El instante exacto en el que Cristo se aleja todo lo posible de su condición divina ya se había representado antes en escultura y pintura. Es casi seguro que Holbein conocía la obra de Grünewald y había visitado el retablo de Isenheim, terminado unos pocos años antes. En Teología a ese momento también se le han dado muchas vueltas, tantas, que tiene su propio término griego: kénosis, el estado de vacío voluntario preciso para hacer posible la voluntad de Dios.

Victor Stoichita replantea datos, nombres y referencias. No da nada por sentado para conseguir poner al descubierto la trascendencia de la pintura de Holbein en la novela del autor ruso. La investigación sobre el papel simbólico del cuadro en 'El idiota' es una 'yincana' biográfica y literaria que permite prácticamente asistir al nacimiento de la novela en la mente del escritor. Rastrea las primeras escenas, cuando el tren donde viaja el protagonista llega desde occidente, «marchito y abandonado por Dios», hasta la frontera de la «santa Rusia», y alcanza el momento revelador en que el príncipe Myshkin aparta la vista horrorizado cuando ve una copia del 'Cristo muerto' sobre el dintel de la puerta en casa de Rogozin. «Esa pintura sería capaz de hacer perder la fe a un creyente», afirma al verla. En un análisis de extraordinaria erudición, Stoichita muestra cómo Dostoieski va trazando un paralelismo entre la moralidad de los personajes y su fe religiosa. El 'Cristo muerto', además de motivar la célebre écfrasis, cumple con el papel de piedra de toque: cada personaje expuesto a la pintura revelará su verdadera urdimbre moral.

'Vanitas' (detalle), Pieter Claesz, 1628 y 'San Miguel Arcángel', Maestro de Zafra, c. 1480.
'Vanitas' (detalle), Pieter Claesz, 1628 y 'San Miguel Arcángel', Maestro de Zafra, c. 1480.

Autorretratos

'Cómo saborear un cuadro' es el título del libro que contiene ese estudio y donde a lo largo de quince apartados más Víctor Stoichita, historiador, crítico de arte y catedrático de Moderno y Contemporáneo en la Universidad de Friburgo, profundiza también en otras preocupaciones investigadoras. Desde Rusia en el siglo XIX viaja a Extremadura en 1480; en concreto al 'Arcángel San Miguel', atribuido al Maestro de Zafra y conservado en El Prado. Le sirve como punto de partida para recorrer la tradición de una modalidad particular de autorretrato, la del pintor reflejado sobre superficies pulidas dentro del cuadro. Desde las más célebres, como el espejo cóncavo de el 'Matrimonio Arnolfini', hasta Robert Campin o Hans Mem-ling.

La siguiente parada es dos siglos más tarde, durante un 'segundo acto' a mediados del siglo XVII, cuando en las 'vanitas' comienzan a proliferar el vidrio y el metal. Sobre esas superficies se produce algo más que una exhibición de extraordinaria destreza con el pincel. Jarrones, vasos y bandejas se erigen en verdaderos espejos de la actitud del artista, que evoluciona desde representarse a modo de testigo –como hacen Jan van Eyck en el espejo y el Maestro de Zafra en la asombrosa esfera del escudo, uno de los primeros autorretratos de la pintura española– a una representación directa, sin ambages, como pintor en el taller.

La actitud atenta e independiente es imprescindible para disfrutar del gran arte al máximo

El libro tiene la forma de una colección de ensayos breves, hecho que contribuye a que el foco cambie vertiginosamente. El tema de 'La ciudad en llamas en la pintura del Cinquecento' sirve para rastrear en 'El incendio del Borgo' de Rafael referencias a la 'Eneida' y a la fundación de Roma. En otro apartado se profundiza en la paradoja de 'Los ángeles de Caravaggio'. Solo uno de ellos se eleva en el aire separado del mundo terrenal por una nube. Los demás son presencias cercanas, sorprendentemente sólidas para una interpretación teológica, probablemente comprometidas con la búsqueda de realidad que tantos sinsabores causó al pintor. Caravaggio no dudó en utilizar el mismo modelo para el ángel que sostiene a 'San Francisco' y para uno de 'Los tramposos' o 'Jugadores de cartas' que pinta en 1595. Incluso desde la percepción contemporánea, acostumbrada a ver al mismo actor interpretar héroes y villanos casi al mismo tiempo, resulta interesante descubrir que también dotó a otro 'tramposo' del perfil exacto del ángel violinista de la 'Huida a Egipto'. Después de aventuras culturales similares, el ensayo que da título al libro trata de Tiziano y de su maestría al interpretar el tema clásico de 'La fiesta de Venus'. Al final del texto, tras recorrer motivos y resultados, queda patente la elección entre descripción y relato que cada autor, pintor o literato, debe hacer.

Stoichita no propone acercarse al arte con tanta intensidad como Dostoievski. No es imprescindible arriesgarse a un esguince, una multa o una reprimenda por admirar un cuadro. Como tampoco está al alcance de cualquiera concebir un hito de la literatura a partir de la visita a un museo, lo que se deduce página a página es que la actitud atenta e independiente es imprescindible para disfrutar del gran arte al máximo de su potencial, que es mucho.

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