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Antonio López. 'La Gran Vía', 1974-1981.
Artes plásticas

Miradas sobre la calle vacía

Pintura ·

Metafísica, enigma, retrato social, los artistas no imaginaron que las vías desiertas también hablasen de solidaridad

begoña gómez moral

Viernes, 17 de abril 2020, 18:42

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A Yves Tanguy prácticamente no le quedó más remedio que ser pintor surrealista. Es una sensación que todos tenemos alguna vez en la vida y en el confinamiento actual puede llegar a darse varias veces al día sin necesidad siquiera de poner un pie en la calle. Mucho más cuando no queda más remedio que enfrentarse a la ciudad vacía. Tanguy había nacido en París cuando el siglo XX contaba solo cinco días y vino al mundo en la mismísima plaza de la Concordia, concretamente en el Ministerio de Marina, donde su padre trabajaba; además, parece que fue a nacer en una cama que había pertenecido a Gustave Courbet. Tras perder a su progenitor, a los 8 años abandonó Paris y regresó con el resto de la familia a Bretaña. Más tarde se enroló como marino y dicen que en el vacío que trasmite su pintura, donde jamás apareció una figura humana, tanto tuvieron que ver el paisaje bretón, plagado de menhires y otras rocas repentinas, como las travesías hacia África o América, con algas y objetos no identificados balanceándose dubitativos en la luz cambiante del mar abierto.

A los 22 años, recién cumplido el servicio militar, estaba de nuevo en París como si nunca se hubiese ido. Con tres compañeros de armas, Jacques y Pierre Prévert y Marcel Duhamel, consiguió alquilar una casa en el número 54 de la rue de Château. Por entonces ninguno sabía que los Prévert llegarían a ser poeta y cineasta respectivamente o que Duhamel era el paladín en ciernes de una forma particular de narrativa. La novela negra existía, pero aún no tenía nombre y sería precisamente su legendaria Série Noire en Gallimard la que, además de introducir a Hammett y Chandler en buena parte de Europa, acabase dándoselo. Mucho menos sospechaban los cuatro amigos que el ir y venir en aquel domicilio, justo detrás de la estación de Montparnasse, sería el caldo de cultivo para un movimiento artístico.

Lo cierto es que allí mismo nació un muerto muy vivo, el 'cadáver exquisito'. Difícilmente se podía ser más surrealista, pero en aquel momento ninguno sabía muy bien por dónde tirar. Tanguy desde luego no tenía ni idea, así que se limitaba a leer mucho y dejarse fascinar por los 'Cantos de Maldoror'. Hasta que un día, desde el autobús que bajaba por la calle de la Boétie, vio un cuadro en el escaparate de un marchante y en ese momento y lugar decidió ser pintor. Poco después André Breton le daba la bienvenida oficial al Surrealismo. Lo curioso es que a Breton le había pasado exactamente lo mismo. Iba también en el autobús cuando al pasar delante del escaparate de la galería Paul Guillaume creyó reconocer a su propio padre en una pintura. Quedó tan impresionado que con el tiempo buscó la manera de comprarla y la mantuvo a la cabecera de su cama casi durante el resto de su vida.

George Shaw. 'El florecer más florido', 2001.

Un visionario

El responsable de aquellos cuadros, de los dos, era el artista italiano Giorgio de Chirico. A pesar de su enorme influencia sobre los surrealistas, que vieron en él un visionario sensible a la angustia del periodo de entreguerras y un creador de mitos contemporáneos, las referencias que el pintor reconocía tenían que ver más con Giotto, Ucello, Nietzsche y el propio paisaje urbano de Italia. Solo en Turín hay doce kilómetros y medio de espléndidos soportales conectados. Vittorio Emanuele quiso poder asomarse al Po o asistir a misa sin mojarse cuando llovía y legó el privilegio a la capital piamontesa.

El contacto con esa arquitectura y la de otras ciudades influyó más en De Chirico que las interpretaciones oníricas o freudianas. De acuerdo a su propia célebre descripción, incluso el dolor de tripas pudo jugar un papel significativo en el nacimiento de la pintura metafísica: «Una tarde de otoño estaba sentado en la plaza Santa Croce de Florencia. No era la primera vez, pero, quizá porque acababa de superar una dolencia intestinal, me encontraba en un estado de sensibilidad enfermiza y todo alrededor parecía convalecer conmigo, incluso el mármol de edificios y fuentes. Tuve entonces la impresión de que veía las cosas de una forma nueva y ante mí se materializó la composición del cuadro. Cada vez que lo miro revivo ese momento».

El cuadro que menciona es 'Enigma de una tarde de otoño', que a partir de esa epifanía convaleciente se convirtió en la primera de una serie de plazas, arcadas y calles llamadas a fijar el estilo De Chirico y la pintura metafísica: escenas tranquilas y tensas, escenográficas y deshabitadas. De Chirico acabó por erigirse en sumo mediador entre realidad y todo lo demás a través de un código de edificios y sombras que prescinde por igual de las leyes de la proporción, la naturaleza y la perspectiva. «Hay más misterio en la sombra de alguien que camina que en todas las religiones pasadas, presentes y futuras», escribió en 1913.

Antonio López pintó su desierta 'Gran Vía' en los veranos entre 1974 y 1981

A lo largo de su prolongada carrera optó a veces por dar de lado la vanguardia y proclamarse partidario del 'regreso a la artesanía'. En un trayecto artístico de setenta años tuvo tiempo para casi todo, también para escribir una novela y para copiarse a sí mismo. Pero a partir de aquella tarde florentina en 1910 y la pintura de la década posterior fue capaz de erigir un lenguaje inconfundible de paisajes urbanos idealizados, melancólicos, despojados de prosa y siempre prestos a revelar otro significado. Con el tiempo, a los edificios y estatuas se unirían gafas, maniquíes, guantes, galletas y trenes, un medio de transporte lleno de significado puesto que su padre fue ingeniero de ferrocarriles.

En el 'misterio laico' que Cocteau atribuyó a su pintura, las ciudades desactivadas y casi invariablemente vacías encierran también otras influencias. En su autobiografía el pintor rememora las estampas de un libro, un tomo de divulgación científica publicado por primera vez en 1865 con el título 'El mundo antes del diluvio'. Accesible en internet, todavía es posible sentir la fascinación que esas imágenes, en pos de la evolución del planeta con la tensión de un 'thriller', pudieron ejercer en un niño fin de siglo. El mérito corresponde al ilustrador Édouard Riou, artista menos conocido que Gustave Doré, pero responsable de invocar por primera vez escenas inolvidables de la literatura.

No fue otro que Riou el encargado de poner cara, por ejemplo, al primer capitán Nemo. Con Julio Verne trabajó no solo en la primera edición de '20.000 leguas de viaje submarino' sino también en la de 'Viaje al centro de la tierra' y otras cuatro novelas. Más tarde, ilustró 'Ivanhoe' para Walter Scott, 'Notre Dame de Paris' para Victor Hugo y, para el mayor de los Dumas, 'El conde de Montecristo'.

Lo que obró el sortilegio en el pequeño Giorgio de Chirico fue en particular un grabado que representaba la vida en el 'periodo terciario'. Iguanodones y megalosaurios en plena refriega entre helechos de al menos diez metros o quizá treinta, imposible calcular bien las proporciones e imposible sustraerse a su atractivo. Entre las tapas del libro vivían animales fabulosos entre especies vegetales desconocidas… y no había nadie. Eso es lo que décadas después recordaba el pintor de aquellas planchas: del primer homínido aun no había la menor noticia.

Edward Hopper. 'Retrato de Orleans', 1950, Andrew Wyeth. 'El mundo de Cristina', 1948 y Giorgio de Chirico. 'Meditaciones de otoño', 1913. A la izquierda, 'Messersmith's', de Andrew Wyeth, 1994.

Otros clásicos

La 'Gran Vía' de Antonio López se sitúa a considerable distancia temporal y cultural del cretácico, aunque el cuadro parezca pulsar algunos mecanismos idénticos a los de Riou o De Chirico. Para lograrlo, el pintor se plantaba a las seis y media de la mañana en mitad de la calle. Lo hacía después de la aventura diaria de recoger el lienzo en la portería de un banco cercano, 90 por 90 centímetros bastan para causar problemas si hay viento. Para antes de esa hora -fijada en el reloj de la torre- ya solía tener extendida a su alrededor la prosa de la pintura. Caballete, cajas, pinceles, colores, trapos, disolventes, todo lo necesario para aprovechar durante unas pocas horas la luz del amanecer, todavía difusa, fresca, sin la reverberación del calor que sube del asfalto o los cortes drásticos entre claro y oscuro que se apoderaban de la escena en cuanto el sol hacía acto de presencia. Le llevó siete años, siete veranos, darlo por concluido, desde 1974 a 1981, demostrando un aserto que Antonio López repite a menudo: «Un cuadro nunca está terminado». La ausencia humana no fue a propósito. Simplemente se fue posponiendo, igual que la de los coches, taxis y autobuses, hasta que perdió sentido; hasta que resultó que no hacía falta ni siquiera en el lugar donde más improbable parecía.

Entre las obras que estos días van adquiriendo nuevo sentido también hay clásicos americanos. Es otro continente y otra amplitud, pero las proverbiales soledades de Hopper parecen distintas ahora. En el 'Retrato de Orleans' de 1950 los habitantes son casi prescindibles a la hora de trasmitir la esencia del paisaje urbano. George Shaw, en cambio, recoge los espacios vacíos de su infancia y juventud en Coventry para conseguir el efecto contrario. Hileras de adosados, pubs, garajes vandalizados y pequeños milagros de barrio son las imágenes que le sirven para trazar su propio autorretrato. También la pintura etiquetada como regionalista de Andrew Wyeth adquiere otro cariz con la pandemia. Por momentos hasta parece amplio 'El mundo de Cristina', su obra más célebre. El paisaje rural, Steinbeck cien por cien, que siempre resultaba tan opresivo ensaya ahora otro significado. Wyeth no estuvo satisfecho del cuadro hasta mucho más tarde de que Alfred Barr, con olfato infalible, lo comprase para el MoMA. Llegó a decir en más de una entrevista que quizá hubiese tenido más fuerza sin Cristina. Que el verdadero valor hubiese estado en evocar su mundo sin ella presente, sabiendo que de un momento a otro regresaría para hacerlo suyo y darle sentido.

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