
Lucy Grealy y la tiranía de la belleza
'Autobiografía de un rostro'. ·
Traducen al castellano las descarnadas memorias de la autora, que quedó desfigurada por un cáncer y encontró en la literatura el único espejo en el que mirarseSecciones
Servicios
Destacamos
Edición
'Autobiografía de un rostro'. ·
Traducen al castellano las descarnadas memorias de la autora, que quedó desfigurada por un cáncer y encontró en la literatura el único espejo en el que mirarseIñigo Linaje
Sábado, 10 de mayo 2025, 00:11
Cómo vivir encerrado en un rostro deforme? ¿Cómo aceptar la fealdad como insidiosa seña de identidad? ¿Cómo sobrevivir en un mundo que se arrodilla ante ... la belleza y ridiculiza lo grotesco? Todas esas preguntas se las hace -de forma obsesiva- Lucy Grealy en 'Autobiografía de un rostro' (Pepitas de Calabaza), las descarnadas memorias prematuras que narran el drama de una niña acosada en la escuela que, a lo largo de su breve vida, soportará además un sinfín de infiernos personales. Publicadas originalmente en 1994 -cuando la autora contaba 31 años- y traducidas ahora al castellano, las páginas de este libro único y singular constituyen una inmersión en la identidad de una mujer torturada que, paradójicamente, encontró en la literatura el único espejo en el que mirarse.
Nacida en Dublín en 1963, Lucy Grealy se mudó con su familia a Nueva York a los cinco años. A los nueve le diagnosticaron un cáncer -sarcoma de Ewing- que la obligó a someterse a una operación en la que perdió buena parte de su mandíbula. De esta manera, su infancia transcurrirá bajo la amenaza de la enfermedad y en un diálogo claustrofóbico consigo misma. «Poco a poco la obsesión fue reemplazada por nuevos descubrimientos sobre lo que significaba estar viva», escribe en las primeras páginas, donde expone el terror de una niña desplazada que pone nombre a los miedos que la atemorizan: esa exclusión del país de los vivos a la que la aboca la sociedad, ese estigma incurable.
Su inestabilidad anímica se agravará cuando comience a relacionarse con los demás y, sobre todo, cuando, después de varias operaciones, pierda la fe en la medicina y advierta que su rostro nunca adquirirá las proporciones de la belleza. Es entonces cuando una certeza espantosa comienza a carcomerla por dentro: nadie se enamorará nunca de ella. Esa fijación, que se agudizará en la adolescencia, la hará recluirse en la soledad de la naturaleza y en una intimidad continuamente lastimada. «Es la chica más fea que he visto en mi vida», dice un alumno en la escuela. Y ella inclina la cabeza y oculta su rostro bajo la melena rubia y desea volver a las sesiones de quimioterapia para no enfrentarse -como decía Sartre- a ese infierno que son los otros.
Los trazos de una escritura sencilla y directa, pero discursiva y ensayística, permiten a Grealy sumergirse en sus abismos interiores y dibujar también, a modo de diario, pequeñas postales impresionistas de los paisajes que le rodean: «Las calles de Nueva York son su propio país. Su poder surge del pavimento y el vapor escapa a trompicones como si todo fuera a estallar en cualquier momento. Las personas que ya han estallado yacen arrugadas en sus grietas y todo el tiempo allí es una promesa tenue de que algo drástico está a punto de romperse», anota evocando los desplazamientos que hará junto a su madre durante los meses de tratamiento contra el cáncer.
A los 14 años muere su padre y la economía familiar se resiente. Poco después se somete a una nueva operación de cirugía para reconstruir su rostro: se mira en el espejo y no se reconoce. Es en esos años cuando comienza a leer poesía y se matricula en Medicina. Lee a Rilke, a John Ashbery, empieza a escribir. Pero sale a la calle y sigue inspirando repulsión en sus semejantes. Y ese continuo rechazo la hunde cada vez más en su soledad presente y, lo que es peor, en la intuición de la futura: «Cada vez que trataba de imaginarme cómo sería ser hermosa, solo llegaba a atisbar cómo sería vivir sin el miedo perpetuo a estar sola».
Si la primera parte de las memorias avanza a un ritmo pausado y reflexivo, en las últimas páginas los acontecimientos se atropellan. En plena adolescencia -y en un alarde de rebeldía para librarse del fantasma de la depresión que le persiguió siempre- la protagonista comienza a relacionarse con el sexo opuesto de manera compulsiva. Así, colecciona encuentros y amantes, experiencias y viajes. Con el poco dinero del que dispone visita a su hermana en Londres y se traslada a Berlín, donde sigue escribiendo y toma la determinación de dejar de mirarse en los espejos. Se dedica por completo a la literatura (entre 1998 y 2000 publica un libro de poemas y un ensayo) y da clases de escritura en Iowa, donde conoce a Anne Patchett, que publicará más tarde un texto sobre ella: 'Verdad y belleza: una amistad'.
Verdad y belleza. Fealdad y verdad. El espejo (único) de la palabra como catarsis. La poesía como salvoconducto para seguir viviendo. Y, en la memoria, esta frase de Rilke: «Lo bello no es más que el comienzo de lo terrible». Quién sabe si la sobredosis de sufrimiento que Lucy Grealy padeció a lo largo de sus días (esos dolores que al final solo podía paliar la morfina) le llevó -en diciembre de 2002- a la sobredosis de heroína que acabó con su vida a los 39 años.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.