Una literatura cinegética

Narrativa ·

Lo dijo Kierkegaard en su célebre 'Diario': el amor se anuncia con los fragores de una guerra aunque las armas sean muy distintas. Novelas y poemas lo explican desde hace siglos

Sábado, 11 de febrero 2023, 00:08

Aunque la figura del seductor se asocia de una manera inevitable a la narrativa erótica, la verdad es que, más que con el deseo y el placer sexuales, tiene que ver, desde un punto de vista técnico, con el género de aventuras. La literatura de la seducción no pone el énfasis en el gozo de la carne ni en los alicientes del flirteo o la relación amorosa sino en la caza, en la peripecia, en la cenestesia deportiva de la aventura montera; en la elección de la pieza a atrapar y en la ceremonia del acecho; en la emoción de la persecución, en el arte de la trampa y en el trofeo de la captura. En la seducción no hay amor sino casi lo contrario. Hay lucha. El seductor se parece más al guerrero que al galán. No es casual que, cuando el lance lo protagoniza un personaje femenino, se hable de «las armas de mujer», que son sobre todo armas de seducción. Lo dice Søren Kierkegaard en el 'Diario de un seductor', un texto de ficción en el que explícitamente afronta la figura del sujeto entregado a la pura y dura conquista del alma y el cuerpo femeninos: «No, el amor se anuncia más bien, mientras el mundo exista, con los fragores de una guerra, aunque las armas sean muy distintas en este otro campo de batalla».

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El arte de la seducciónVer 31 fotos

'Almohada', de Sara Morello, obra ganadora del concurso «Proyectos La Sedución 2023» organizado por la Facultad de Bellas Artes de la UPV/EHU junto a EL CORREO.

El seductor intelectual

El Romanticismo abundó mucho en la imagen del hombre cuya sensibilidad, inteligencia y posesión de una gran cultura no sirven para hacerle feliz sino que más bien le incapacitan para la vida. Ese viene a ser el caso del 'Fausto' de Goethe. O el que dibuja Baudelaire en el poeta al compararlo con el albatros, hermoso pájaro en las alturas que, cuando cae sobre la cubierta de un barco, se halla torpe e indefenso ante las burlas de los marineros: «Sus alas de gigante le impiden caminar». Como réplica a ese tópico romántico, Kierkegaard plantea la figura de un tipo culto, refinado y lúcido que es capaz de poner todo su bagaje intelectual y su exigente sentido estético al servicio de la acción y de sus intereses, de su placer más pragmático y su egoísta felicidad. Las argucias que emplea ese personaje para seducir a la joven e ingenua Cordelia son tan rebuscadas y retorcidas como de dudosa efectividad (incluso llega a fomentar la compañía de un pretendiente inexperto para salir ganando en la comparación), pero lo importante es el arquetipo literario que el filósofo nos propone para cuestionar un lugar común (el de que ni la sabiduría ni la inteligencia nos facilitan la existencia sino al contrario) en el que insistirían aún más, paradójicamente, los existencialistas y nihilistas del XIX.

No por casualidad, en esa obra, que fue publicada en 1843, Kierkegaard elige para su héroe el nombre de Juan, que alude directamente al mito español del seductor por excelencia.

El mito español

Don Juan es, sin duda, el príncipe de todos los seductores que en el mundo han sido, el gran combatiente en esas crueles lides y en esa guerra sin cuartel que es la de la conquista amorosa. Su figura forma un dúo con la del Quijote en los altares de nuestra literatura a pesar de la mala prensa que ya Ortega y Gasset le atribuía en su época y que hoy certificaría una mayoría social más amplia que la puramente feminista. Precisamente Ortega lo relaciona con el hidalgo de la Mancha en el carácter «extremado», que él identifica como un rasgo nacional, para defenderlo como una especie de mártir «que amaba el amor y no logró amar a ninguna mujer». No es raro que se ocupara de ese personaje porque lo hacen casi todos los miembros de la generación novecentista (Marañón, D'Ors, Américo Castro…) y algunos de la del 98, incluido Antonio Machado, que pone en boca de su apócrifo Abel Martín un pareado un tanto desconcertante porque parece competir con el solipsismo misógino que se le atribuye al impenitente seductor sevillano: «Aunque a veces sabe Onán/ mucho que ignora don Juan».

Machado pone en boca de Abel Martín un pareado singular: «Aunque a veces sabe Onán/ mucho que ignora Don Juan»

El primer don Juan del que tenemos noticia es el de Tirso de Molina, que conoció una primera versión en 1617 titulada '¿Tan largo me lo fiáis?' así como una segunda y definitiva en 1630: 'El burlador de Sevilla'. A este se suma el 'Don Juan Tenorio' de José Zorrilla, publicado en 1844 y deudor del primero aunque muestra con aquel algunas diferencias. En 'El burlador de Sevilla', el Comendador muerto don Gonzalo de Ulloa, que asiste a la cena sacrílega de don Juan como un convidado de piedra, es el padre de la burlada Ana. En el Tenorio de Zorrilla, en cambio, es el padre de la novicia Inés. En 'El estudiante de Salamanca', el poema de Espronceda, el seductor no se llama don Juan sino don Félix de Montemar y el vengador muerto por la mano libertina no es el padre sino el hermano de la engañada Elvira. En los tres casos, estamos ante un mismo modelo de seductor golfo, superfluo y desalmado, que en la versión de Zorrilla salva su alma y asciende a los Cielos envuelto en un coro de ángeles gracias a la intercesión piadosa de doña Inés.

La universalización de este personaje concebido por el genio hispánico ha llegado a tal punto que lo tomó Lord Byron para un poema satírico inacabado por su muerte; Molière y Carlo Goldoni para convertir su historia en una tragicomedia; Lorenzo da Ponte para el libreto del 'Don Giovanni' de Mozart y Alexandre Dumas para una obra de teatro en la que don Juan se confunde con Miguel de Mañara, un personaje real de la Sevilla del siglo XVII famoso por sus andanzas de cama en cama.

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La versión libertina

En 'Bella del Señor', Solal, el protagonista y alter ego del autor, el escritor y diplomático de origen sefardí Albert Cohen, muestra a la amada, Ariane, una aristócrata aria, los recursos que ha de utilizar para seducirla así como atribuye con tono teórico en un momento de la novela su éxito al buen estado de su dentadura para ironizar sobre el falso éxito que alcanzan en los lances eróticos las cualidades morales y espirituales: «Dos o tres huesecillos menos y estoy perdido, y me quedo solo y sin amor. ¡Y si me atrevo a hablarle de amor, me tirará un vaso a la cara con el ánimo de dejarme tuerto! Cómo, me dirá, ¿sin huesecillos en la boca y tienes la audacia de amarme? Largo de aquí, miserable…» La novela, que fue publicada en 1968, da fe de un tiempo en el que los avances de la Ciencia Médica elevaban el nivel de exigencia estética en el terreno de la seducción en contraste con épocas anteriores. Sirva como punto de comparación la refinada Francia libertina, en la que las mujeres de la aristocracia cortesana tuvieron que recurrir a los lunares artificiales de seda, satén o terciopelo y en forma de círculos, triángulos o corazones para disimular las huellas que había dejando en sus rostros la gran epidemia de viruela que sacudió a la Europa del siglo XVII y para hacer de la necesidad virtud (o quizá vicio) convirtiendo esos precarios parches de la cara en sugestivos y eficaces señuelos de atracción sexual. De ellos y de su secreto significado en la semiología del flirteo según donde iban colocados (en la mejilla, los ojos o los labios) habla el historiador Alfred Franklin en un ensayo, 'La vida privada de antaño', que se publicó en el siglo XIX.

'El libro del buen amor' aconseja usar los servicios de una alcahueta

Es con esos falsos lunares, cuyo código cifrado para el arte de seducir compitió con el lenguaje de los abanicos que fascinó al escritor y crítico teatral Jules Gabriel Janin, con los que nos podemos imaginar las escenas eróticas de toda la narrativa libertina. Narrativa que va desde 'La casita' de Jean-François Bastide, un texto que escenifica descriptivamente el proceso de seducción de un veterano marqués a una bella joven a través de los lujosos y extravagantes decorados de 'la petite maison' que anuncia su título y que se hallaba situada a orillas del Sena (gabinetes lacados, tocadores asperjados de hojas y flores de porcelana, artesonados de color magenta o de un azufre pálido…) hasta 'Sin mañana', el exquisito relato de Vivant Denon en el que la seductora es una mujer madura y el seducido un veinteañero, pasando por 'Las amistades peligrosas', la célebre novela epistolar de Pierre Choderlos de Laclos donde dos seductores de distinto sexo emprenden un juego desafiante y carente de escrúpulos que implica a terceros, en el que nadie sale bien parado y en el que se esboza otro de los grandes tópicos de la literatura erótica: el del seductor seducido.

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No es extraño que el veneciano Giacomo Casanova escribiera sus memorias en lengua francesa. Llevó la actividad libertina al paroxismo y encarna a la perfección el caso del seductor hiperactivo. En su frenética actividad sexual, que llega a las 132 conquistas, se aprecia un mecanicismo exento de sensualidad que es comparable al del Marqués de Sade y que Fellini supo plasmar en el cine con un reloj estrambótico que cronometraba sus coitos.

Aprendizaje

Frente a la narrativa que nos propone distintos estereotipos o arquetipos de seductor, hay lo que podemos llamar una literatura pedagógica del consejo, que tiene su gran referencia en 'El arte de amar' del poeta latino Ovidio. De él toma directa y abiertamente ideas Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, en 'El libro del buen amor', que se abre con una irónica estrofa en la que se presenta a sí mismo como maestro del maestro: «Si leyeres a Ovidio que por mí fue educado,/ hallarás en él cuentos que yo le hube mostrado,/ y muy buenas maneras para el enamorado;/ Pánfilo, cual Nasón, por mí fue amaestrado.»

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Un punto en el que ambos poetas pedagogos están de acuerdo es el de que toda mujer es susceptible de caer en las redes de la seducción. De este modo, en ambos textos podemos encontrar unos reconocibles antecedentes de los actuales manuales de autoayuda, pues vienen a repetir la misma fórmula retórica del 'tú puedes', del 'todo es posible' y del 'sólo tienes que proponértelo'. En esos términos de 'coaching' erótico se expresa Ovidio: «Que alcance a tu mente, ante todo, la convicción de que todas/ pueden ser conquistadas: las conquistarás; tú tiende únicamente las redes.» Véanse a continuación los versos del Arcipreste que reproducen el mismo consejo citando la fuente: «El amor leó a Ovidio en la escuela,/ que non ha muger en el mundo, nin grande nin moçuela,/ que trabajo e serviçio non la traya al espuela/ que tarde o que ayna creye que de ti se duela».

En esa misma tónica, 'El libro del bueno amor' aconseja al seductor hacerse con los servicios de espionaje de una anciana alcahueta que visite iglesias así como lisonjear siempre a la mujer pues ningún piropo ha de caer en saco roto aunque lo parezca. Según Juan Ruiz, ante el piropo, aunque la mujer finja de momento indiferencia, «cuando está sola piensa en ti».

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