El legado de la «poesía del mañana»
Influencia ·
No se cantaba a sí mismo y naturalizó el discurso con la claridad como esencia de la expresión líricaJuan José Lanz
Sábado, 26 de julio 2025, 00:07
En 1968, un joven Pedro Gimferrer respondía a un cuestionario para una antología de «nueva poesía española»: «De Machado creo que influyó más su ejemplo ... personal que su poesía». Y, en términos semejantes, Joaquín Marco afirmaba allí mismo: «Todo el mundo habla de la influencia de Antonio Machado. Creo que ha influido más como prosista que como poeta; es decir, que han influido más sus ideas que sus poemas y especialmente su actitud vital, tan admirable». Hay en esas palabras mucho de respuesta al machadismo de la generación inmediatamente anterior, aquella que había homenajeado al poeta sevillano en Collioure en febrero de 1959, con motivo del vigésimo aniversario de su muerte, en un acto de promoción literaria.
Cuando Antonio Machado muere en el exilio francés, unas semanas antes de que concluya oficialmente la guerra civil, hace ya tiempo que ha dejado de ser poeta, o, mejor dicho, ha dejado de escribir principalmente poesía, de ser poeta en el sentido que se había fijado en la tradición occidental, para dedicarse principalmente al cultivo del «cancionero apócrifo» (Los complementarios) o de la reflexión filosófica en Juan de Mairena (1936). Su último poemario, propiamente dicho, había sido Nuevas canciones (1924) y, aunque las ediciones sucesivas de sus Poesías completas iban añadiendo algunos textos en verso, éstos no llegaban a conformar un libro como tal. Y, sin embargo, ésa era la forma de configurar un nuevo modelo de poeta contemporáneo que ya no hablaba desde el yo que «pretende cantarse a sí mismo» y que quería hacer una poesía alejada de ese «lujo un tanto abusivo del hombre manchesteriano, del individualismo burgués basado en la propiedad privada». Es decir, de investigar en una «nueva sentimentalidad», que no una «nueva sensibilidad» como planteaba por aquellos años José Ortega y Gasset, derivada de una conciencia histórica de los sentimientos, enlazando así con uno de los pilares de la estética simbolista a la que fue fiel desarrollándola hasta sus últimos extremos; el convencimiento de que «los sentimientos cambian a través de la historia, y aun durante la vida individual del hombre».
La «poesía del mañana», por la que abogaba Machado, habría de surgir de una transformación sentimental que superara la conciencia subjetiva individual del romanticismo y, desarrollando la poética de la temporalidad como fundamento de la estética simbolista, la idea de la «palabra esencial en el tiempo» que promulgaba, llegara a una «lírica cordial», en la que el poeta sienta con los demás, «¿por qué no con todos?», como se preguntaba Jorge Meneses. Sentir con los demás, ser con los otros, es el modo de establecer una poética dialógica, la poesía como diálogo; porque la conciencia subjetiva, el yo, sólo puede surgir en diálogo con el «tú complementario». Si «un corazón solitario / no es un corazón», lo que busca el poeta no es «el yo fundamental», sino «el tú esencial». Machado dispone, así, las bases para la construcción de una nueva intimidad, que se desarrollará plenamente en la posguerra.
Esto va a tener unas consecuencias radicales para el legado que dejará a la poesía posterior. Por un lado, la concepción de que la individualidad se construye en una sucesión temporal, de que no hay una esencia fuera de ser en el tiempo, de existir, y, en consecuencia, no hay una identidad del sujeto, sino una pluralidad fragmentaria en constante diálogo (recuérdese «Poema de un día»). «Al poeta –escribirá en 1931– no le es dado pensar fuera del tiempo, porque piensa su propia vida que no es, fuera del tiempo, absolutamente nada». Por otro, dicha conciencia temporal adquiere una dimensión histórica: existir en un tiempo determinado implica compartir una circunstancia concreta, hacer la historia, porque, como recuerda «El Dios ibero», «ni el pasado ha muerto, / ni está el mañana –ni el ayer– escrito»; implica, por lo tanto, una responsabilidad histórica del individuo que deriva de una conciencia del fluir temporal, de que el pasado vive en el presente, del mismo modo que éste se proyecta en el futuro. La escritura poética es precisamente el modo de testimoniar ese fluir temporal como una suma de instantes que acaban constituyendo la historia.
Ese diálogo del hombre con el complementario en la circunstancia compartida se plasma en la conversación: «Converso con el hombre que siempre va conmigo». De ahí va a derivar toda una poética conversacional que legará la poesía machadiana a sus sucesores. Una poética basada en la coloquialidad, como un modo de escenificar la conversación con el otro, en la palabra llana y la sencillez expresiva, alejada de la metáfora conceptual heredera del barroco («El intelecto no ha cantado jamás, no es su misión»), la voluntad de aproximar la palabra escrita a la palabra hablada como modo de comunicación («La palabra escrita me fatiga cuando no me recuerda la espontaneidad de la palabra hablada»), como un intento de renovación de la escritura poética que hunde sus raíces contemporáneas en Baudelaire o Bécquer, entre otros; una poética de tono menor, pero de enorme trascendencia ética. «Nadie más natural que Machado –escribirá Octavio Paz–; nada más reticente que esa naturalidad».
Llevó a cabo una revolución silenciosa sin olvidar la potencialidad de la palabra poética para actuar en el mundo
Naturalizar el discurso poético, elevar el habla cotidiana a categoría estética, hacer de la claridad y la llaneza esencia de la expresión lírica es la revolución silenciosa que lleva a cabo Machado en su escritura desde sus inicios en Soledades (1903), reivindicando esa variante del «modernismo interior» que indaga en las galerías del alma en Soledades. Galerías. Otros poemas (1907), que continúa en la invención del paisaje castellano y su dicción, la proyección de una concepción mítica a partir de una voluntad de regeneración estética en Campos de Castilla (1912), o el hallazgo de una lengua transparente en la que el pensamiento lírico se muestra en su trascendencia filosófica sin perder un ápice de su temporalidad en Nuevas canciones (1924). Todo ello como consecuencia de un esencial popularismo, derivado del nacionalismo estético característico de la época y de la concepción neotradicionalista de la creación poética, y de la conciencia última de que «la verdadera poesía la hace el pueblo». Todo ello, por otro lado, sin olvidar la potencialidad de la palabra poética para actuar en el mundo, para hacerlo y transformarlo, que une la afirmación del «Retrato» («Dejar quisiera mi verso / como deja el capitán su espada») con la del soneto a Enrique Líster («Si mi pluma valiera tu pistola / de capitán, contento moriría»).
Desde las páginas de Escorial, Dionisio Ridruejo «rescataría» al poeta en lo que luego sería el prólogo a la edición de las Poesías completas (1941), del sevillano, y el ejemplo de su poesía humana y cordial, de su concepción temporalista, etc. lo seguirían Leopoldo Panero, Luis Rosales o José María Valverde. Del mismo modo, la poesía machadiana sería abanderada por la rehumanización de posguerra y por la estética social en su debate sobre España en la obra de Blas de Otero, Ángela Figuera o Leopoldo de Luis, y posteriormente Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo o Ángel González. Todos ellos, como luego y desde distintas vertientes Francisca Aguirre, Félix Grande, Antonio Colinas o Luis García Montero, herederos del legado machadiano.
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