Julio José Ordovás y la ciudad interior
'Lecciones del abismo'. ·
El escritor zaragozano, que estudió Periodismo en Bilbao, ofrece su retrato más íntimo en esta colección de postales urbanasIñigo Linaje
Sábado, 25 de octubre 2025, 00:04
El barrio en el que trabaja Julio José Ordovás (Zaragoza, 49 años) parece un búnker destartalado. Hay fachadas con grafitis que hablan de la idiosincrasia ... del lugar y de su carácter contestatario. Hay un hombre de mediana edad y estética punk -lleva camiseta de Eskorbuto- que dormita borracho en la orilla de un banco. En la calle Mayor hay fruterías y consultorios, barberías de viejo y tabernas de antaño. Algunas palomas solitarias franquean sus puertas y ocupan las mesas de las terrazas.
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Este es el paisaje cotidiano del barrio de la Magdalena, a una hora -las cinco- que tiene algo de profecía lorquiana. Esta tarde puede ser cualquier tarde en la capital aragonesa, aunque los ojos de la torre mudéjar estén ciegos y a la esquina del Crápula ya no salga a fumar Luis Felipe Alegre, el rapsoda y actor libertario fallecido en abril. Julio José Ordovás, que estudió Periodismo en Bilbao y trabaja desde hace 26 años en una panadería del barrio, enciende un pitillo mientras toma copa y cortado. Autor de tres novelas, dos dietarios y varios libros misceláneos, el escritor ha publicado 'Lecciones de abismo' en Xórdica, su sello de siempre. A medio camino entre el diario y la memoria, Ordovás ve este trabajo «como un experimento, porque los escritores siempre damos vueltas a lo mismo y eso es lo que nos permite avanzar».
Fiel a la provisionalidad de sus libretas, donde apunta las cosas que pasan a su alrededor, Ordovás lleva vaqueros negros, camiseta blanca y una cazadora de la que sacará -cada veinte minutos- un paquete de tabaco. Rapado y serio tras las gafas, sostiene la mirada del otro como si en ella estuviera buscando las claves de su mundo. Hombre reflexivo y observador, medita cada palabra y ordena pensamientos como quien perfecciona las notas de sus cuadernos para trasladarlas luego a sus libros: «Escribí el comienzo de 'Lecciones' teniendo claro que iba a ser el inicio, aunque luego se fue haciendo al azar de los días. El libro está construido como un puzle al que le faltan determinadas piezas», explica. Ese recurso, que apela a lo fragmentario, a la obra abierta o inacabada, lo aprendió de Onetti, «porque -dice- un escritor siempre tiene que callarse algo».
Personajes marginales
El escepticismo y la melancolía, tan habituales en sus obras -ya sean recopilaciones de artículos o poemarios- se hacen más palpables en estas páginas. Hay aquí un Ordovás más melancólico, un relator del paso del tiempo y sus estragos, que, como sucedía en 'El peatón sentimental' y en el memorístico 'Castigado sin dibujos', incide en su fijación por los personajes marginales y en su propia desolación, motivada -esta vez- por una ruptura que planea por varios capítulos del libro, un tema que ya había explorado en 'En medio de todo', la secuela diarística del extraordinario 'Días sin día': «Desde mi separación, paso mucho tiempo con mi hijo. Cuando cambias de barrio, tu perspectiva de la ciudad cambia. Paseamos juntos y somos dos cámaras registrando nuestro entorno. Me gusta ese momento, cuando lo llevo a la escuela, en que la ciudad empieza cada día».
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Uno de sus propósitos al escribir estos textos era auscultar las grietas de nuestra sociedad. «Miro donde otros no se atreven a mirar», apunta. Y se inspira en merodeadores urbanos como Lucia Berlin, Juan Marsé y Joan de Sagarra, o en esa rara avis local que fue Julio A. Gómez. Ordovás, autor de novelas como 'El Anticuerpo' y 'Palo Alto' (ambas en Anagrama) nos ofrece con estas postales su retrato más íntimo y verdadero, donde se expone más que nunca gracias a una prosa perfectamente medida y transparente, deudora del fraseo lírico y minimalista de Peter Handke o Sergio Chejfec.
A pesar de que la ciudad es el telón de fondo de esta suerte de microrrelatos, la introspección prevalece en ellos; pero también la mirada hacia los otros, donde el que escribe -cualquier persona- se busca a sí mismo. Y es que el escritor se reconoce continuamente en la mirada de su hijo, en los ojos del inmigrante, en la habitación vacía de un vecino recién divorciado. Así, paso a paso, Ordovás va introduciendo de manera soterrada datos de su vida privada: el origen humilde de su familia, su escepticismo político, su paso por un internado.
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«Vivir es perder», escribe al final del libro. Y dice: «Llega un momento en la vida que te das cuenta de que has perdido parejas, amigos, familiares». El paso irremisible del tiempo araña muchas de estas páginas, pero también el humor y el sarcasmo, que contrarrestan su pesimismo innato. «Solo soy yo cuando escribo», anota al principio. Y uno se pregunta -cuando lo ve alejarse- quién es el escritor que se despide agradecido con un apretón de manos. Tal vez un tipo normal que tiene la virtud de mirar más allá. O el hombre que ha vivido las luces y sombras del amor y tiene un hijo de diez años. O, lo más evidente: un paseante empeñado en conocer los arrabales de las grandes ciudades. Porque -asevera- «cuando paseas por una ciudad te das cuenta de que tu tragedia, comparada con la de otros, es muy pequeña».
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