Juan Ramón Jiménez, el poeta recién enviudado
Inconsolable. ·
Cayó en una depresión tras la muerte de Zenobia Camprubí, que lo fue todo para él: esposa, compañera, enfermera, asistenta y cómplice de sus maníasJuan Ramón Jiménez se quedó viudo tres días después de recibir el Nobel de Literatura. Este le fue comunicado el 25 de octubre de 1956. ... La muerte de Zenobia Camprubí el 28 de octubre de 1956 hundió al poeta en una depresión profunda que le impidió recoger personalmente el premio de la Academia sueca (lo hizo en su nombre Jaime Benítez, rector de la Universidad de Puerto Rico) y lo llevó a la muerte el 29 de mayo de 1958, o sea, solo 19 meses después. Es conocido el hecho de que no quiso separarse del cuerpo de la mujer a la que amaba hasta que fue enterrada. Lo veló durante un día y una noche. A partir de esa fecha se aisló del mundo con su dolor. Dejó de comer y de asearse. Su estado de decaimiento y abandono llegó al punto de tener que ser ingresado primero en un sanatorio mental de Puerto Rico, el Hospital Psiquiátrico de Hato Tejas, y después en la Clínica Mimiya de Santurce en ese mismo país, donde murió tras el episodio de una caída que le fracturó la cadera y a la cual siguió una bronconeumonía de la que no se recuperó nunca.
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El caso de Juan Ramón Jiménez encarna, así, el del viudo inconsolable. No pudo concebir la permanencia en este mundo sin la mujer con la que había compartido cuatro largas décadas de su existencia y que lo había sido todo para él: compañera sentimental y profesional en la escritura y en las traducciones de Rabindranath Tagore, asistenta al cuidado de la casa y secretaria que transcribía a máquina sus poemas, enfermera que lo atendía durante sus sucesivas crisis nerviosas y cómplice incondicional de sus manías, incluida su personal y enfermiza batalla contra el ruido. Se tiene amplia documentación sobre los frenéticos cambios de domicilio a los que el poeta sometió a su paciente cónyuge cuando, tras su boda católica en Nueva York el 2 de marzo de 1916, decidieron fijar su residencia en Madrid.
Primeramente se instalaron en un piso próximo al Retiro, en el número 16 de Conde de Aranda. Pero el ruido procedente de la calle y de otras viviendas hace que en 1921 la pareja busque otra residencia en el número 8 de la calle Lista. En 1927, el ruido se ha vuelto insoportable para el vate de Moguer y se muda con su mujer al número 96 de la calle Velázquez, donde el barullo persiste e insobornable impide a nuestro hombre hallar la paz que necesita para proseguir su tarea creativa. En 1929, otra vez el dichoso ruido, esta vez proveniente de una línea de tranvía, sabotea la alta misión poética de Juan Ramón en la Tierra y lleva a los Jiménez a mudarse de nuevo, en esta ocasión al número 38 de la calle Padilla, donde ya conseguirán ambos hallar un grato acomodo hasta su salida de España en el convulso 1936.
Los ruidos tuvieron ciertamente un definitivo papel en esa relación lírico-amorosa. Estuvieron presentes desde antes de que esta se iniciara incluso. Se sabe que, en 1913, ella tuvo noticia de un poeta estrafalario y obsesivo hospedado en la Residencia de Estudiantes que se quejaba amargamente de que el bullicio no le dejaba trabajar. Como se sabe también que, pese a sus quejas, dicho poeta no tenía a la vez inconveniente en poner la oreja en la pared para escuchar la risa de una chica desconocida que resultó ser la propia Zenobia Camprubí.
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Melancólico y desvalido
Lo que sabemos de Juan Ramón Jiménez es que no era un tipo fácil de llevar. Junto a su exquisitez estética y su carácter en fuga del ruido y la furia de este mundo; junto a su elevada espiritualidad, convivía otra faceta antagónica: la de un ser egoísta y narcisista; melancólico e hipocondríaco; soberbio y desvalido; dependiente y envidioso a la vez de la vitalidad y del sentido práctico del otro; celoso de su soledad y al mismo tiempo absorbente hasta lo patológico. Sabemos, sí, por los diarios de Zenobia, que era irritable y tiránico; que en su carácter se compatibilizaba la delicadeza con el machismo más burdo hasta el extremo de tratarla en ciertos momentos con un desprecio que llegaba al insulto.
Y, sin embargo, se quisieron. Superaron toda clase de dificultades como solo sabían hacerlo los matrimonios de esas generaciones. Superaron hasta el suicidio de Margarita Gil Roësset, la amiga escultora de Zenobia que le habría robado a esta el marido poeta si él no la hubiera rechazado. Juan Ramón no estaba para aventuras. Y ante el cáncer que a ella le detectaron ya en 1931 y que se reveló con virulencia en la década de los 50 él le propuso quitarse la vida juntos.
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En su 'Diario de un poeta recién casado» no llegó a citar su nombre. Parecía más enamorado del mar que de ella. Pero es que él vivía ese amor como el panteísta vive la fe religiosa, como una suerte de 'panzenobismo': «Mientras trabajo, en el anillo de oro/ puro me abrazas en la sangre/ de mi dedo, que luego sigue, en gozo,/ contigo, por toda mi carne…» Los poetas son así de raros.
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