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La mirada

El internet de antes

Elia Barceló

Sábado, 15 de febrero 2025, 00:00

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No sé si a ustedes les pasa lo mismo pero, últimamente, me enfado con frecuencia. Nada grave. Pequeños enfados que tienen que ver con lo siguiente: cada vez que quiero abrir una página en la red con algún contenido potencialmente interesante para lo que estoy escribiendo o respecto al tema sobre el que estoy reflexionando, de inmediato me pide que acepte todas las cookies que quieran colocarme en mi equipo o bien que me suscriba y pague una cantidad mensual para siempre (o hasta que me tome el tiempo de entrar en los laberintos de las revistas online y anule la suscripción).

Además, con una desfachatez que es, en gran parte, la causa principal de mi enfado, en la página de cookies, me informan del «legítimo interés» que treinta y tres empresas tienen en conocer mis costumbres, mis preferencias, los temas sobre los que estoy pensando y mil cosas más. ¿Cómo hemos llegado a la situación en la que resulta legítimo que un montón de desconocidos quieran saber de mi intimidad (de la intelectual, al menos)?

¿Se acuerdan de los primeros tiempos de internet, cuando parecía que por fin habíamos logrado aquella maravillosa utopía de que millones de personas ofrecían online gratuitamente sus conocimientos, sus opiniones especializadas en todo tipo de ramas, sus consejos? Para mí fue una época deslumbrante. Durante unos años tuve la sensación de que por fin habíamos logrado lo que llevábamos tantos siglos deseando: crear una comunidad mundial global de personas de buena voluntad que querían compartir con quien quisiera aceptarlas las cosas que más les importaban. Yo, entonces, leía mucho en pantalla, picaba de aquí y de allá, compartía también mis textos, mis opiniones, interactuaba con mucha gente, descubría escritores, pintores, filósofos, músicos que de otro modo no habría encontrado. Y luego buscaba sus obras y compraba sus libros o sus catálogos, o iba a sus exposiciones, y pasaba su nombre a mis amigos y conocidos. Para mí fue el triunfo de la cultura. Era vivir en un paraíso de libertad, de riqueza aparentemente inacabable. Hasta que, como no podía ser de otra forma considerando la ruindad del corazón humano, a alguien se le ocurrió que con eso se podía hacer dinero -siempre el dinero- y empezó la publicidad, las limitaciones, las puñeteras cookies (malditas galletas envenenadas), la vigilancia, la venta de datos y el convertirlo todo en producto, nosotros incluidos.

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