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Rondaría los 20 años, pero se sentía como si tuviera 100. Esto es lo que iba pensando una Maria Campbell muy jovencita mientras un trabajador de la granja en la que iba a trabajar ella misma como cocinera y chica de la limpieza la llevaba a su destino. No es de extrañar que se sintiera centenaria, no hay más que leer 'Mestiza', sus memorias, para entender por qué. Para ese momento, Campbell sabía muy bien qué era la miseria y el hambre y qué la discriminación -el origen en realidad de lo anterior-, había perdido a su madre, había tenido que dejar la escuela, había ejercido de cuidadora de su familia desde los diez o doce años, había sido violada, había visto cómo los servicios sociales desparramaban a sus hermanos y cómo su padre se hundía varias veces, se había casado para poder ofrecerles a todos ellos un nuevo hogar... Y le había salido fatal, hasta el punto de acabar viviendo en la gran ciudad con la que siempre había soñado de una manera en la que nunca hubiera deseado.
Hay más. Mucho más. Dicen que todos los seres humanos tenemos que pasar por un número mínimo de traumas en la vida, que así es la historia, pero ella pasó el triple en las dos primeras décadas de su existencia. Es el material con el que una Campbell ya en la treintena, cuando ha conseguido encontrar algo parecido a su lugar en el mundo y cierta estabilidad, cuando ha comprendido por fin por qué odia ser la persona que es y por qué odia a los blancos y a los mestizos y a los indios, escribe más de dos mil páginas. Sus editores (blancos) le dicen que tiene que cortar. El libro se queda al final en unas 200, las que ahora publica la editorial madrileña Tránsito en su versión en castellano. No exactamente las mismas de entonces, todo hay que decirlo: en este volumen se incluyen las dos páginas en las que narra cómo fue violada por unos policías cuando no tenía ni 15 años. En la primera edición, en 1973, aquello se quedó fuera: cómo iba a denunciar tal cosa públicamente una mujer mestiza.
Y sí, la autora se convirtió en una de las primeras en narrar la vida en Canadá desde la perspectiva del marginado, del sentenciado a perder. De ascendencia escocesa, irlandesa, francesa, inglesa y del pueblo cree (originario de Canadá), ella era una de tantas hijas de la colonización, y de la discriminación. Como cuenta en el libro, por un lado estaban los indios -fichados, inscritos, sujetos a las normas y los subsidios del Gobierno- y por otro los blancos -los que se hacían con la tierra que había sido de los primeros, predicaban sus religiones y hacían todo lo contrario de lo que difundían-. En el medio, los mestizos: hijos de la mezcla, se negaban a ser registrados y controlados, lo que significaba estar en el limbo. Ni podían aspirar a poseer las tierras en las que habían vivido durante generaciones (porque su vida no era el sedentarismo, ni el culto a la propiedad privada de la naturaleza, pero se les exigía que lo fuera), ni podían vivir de las ayudas del Gobierno, porque no entraban en el mismo saco que los indios.
Eran pobres. Comían topos. Cazaban furtivamente. Recolectaban bayas. Iban a la escuela y se reían de ellos. Iban al pueblo y lo hacían con la cabeza baja, temerosos. Iban a la iglesia y los expulsaban. Iban a la cárcel... ¿o vivían en una cárcel? Los hombres bebían y pegaban a sus mujeres. Y Maria los odiaba. Odiaba a los blancos, a los indios y a los mestizos. Se odiaba a sí misma. El porqué lo entendió mucho después de vivirlo todo, pese a que su bisabuela, que siempre se negó a pasar por algunos aros de los colonizadores (y estamos hablando del mediados del siglo pasado, que Maria nació en 1940), se lo había ido explicando desde muy pequeñita. Lo que odiaba era la indignidad en la que los obligaban a vivir. Lo que odiaba eran todos los efectos de políticas racistas sobre su comunidad.
En los setenta -de vuelta del fondo de su propia vida-, Campbell descubre que ser indígena, o mestiza, no es indigno. Conoce a personas que como ella quieren algo más para su pueblo, que exigen el respeto a toda una tradición, una cultura, distintas lenguas y maneras de ver el mundo. Se convierte en una de las primeras mujeres mestizas artistas. Ahora hay muchas. Y ahí sigue Maria, reivindicando su legado.
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