Historias de lava
Literatura ·
Los volcanes protagonizan ensayos, novelas, diarios y poemas, y a veces se convierten en metáfora y álter ego del artistaluisa idoate
Sábado, 2 de octubre 2021, 00:57
Flegetonte. Era el río de fuego del inframundo que, para los antiguos griegos, alimentaba los volcanes. Los llamaban así por Vulcano, el dios romano del ... fuego, forjador del hierro y las armas de héroes y divinidades. A ellas achacaban sus erupciones y hasta la destrucción de la mítica Atlántida, creando una superstición volcánica que duró siglos. El Cristianismo dominante en la Edad Media la rentabiliza. Reinterpreta esos desastres naturales como castigos divinos por los pecados, y los reutiliza para su objetivo prioritario: la Contrarreforma contra el cisma Luterano. La superchería decae en el siglo XVIII, cuando la ciencia descalifica las interpretaciones ideológicas y separa el fenómeno volcánico de su épica. Pero el Romanticismo del XIX se aferra a ella y la retiene en novelas, poesías y leyendas. Cien años después, otros autores convierten los volcanes en metáforas y álter ego en sus relatos. Y, en el tercer milenio, mientras los drones sobrevuelan los cráteres y la ciencia realiza estudios, mediciones y previsiones, las historias de lava siguen bullendo.
Figuras de yeso reproducen en Pompeya (Italia) a los muertos por la erupción del Vesubio, en 79 dC. Durmiendo, alzándose sobresaltados, gritando, huyendo… El naturalista Plinio 'el Viejo' murió al acercarse a observarlo. Testigo presencial, su sobrino Plinio 'el Joven' escribe al senador Cornelio Tácito: «Una nube negra y espantosa, desgarrada por ardientes vapores que se retorcían centelleantes se abría en largas lenguas de fuego, semejantes a los relámpagos, pero de mayor tamaño». No ahorra detalles. «Podías oír los lamentos de las mujeres, los llantos de los niños, los gritos de los hombres. Unos llamaban a sus padres, otros a sus hijos, otros a sus mujeres, e intentaban reconocerlos por sus voces». Según estudios de la Universidad Federico II de Nápoles, la nube ardiente de cenizas y gases fue «suficiente para matar al instante». Lo que encaja con las palabras de Plinio: «Muchos rogaban ayuda a los dioses, otros, más numerosos, creían que ya no había dioses en ninguna parte y que aquella noche sería eterna, la última del universo».
El cable telegráfico submarino convirtió la erupción del Krakatoa en exclusiva mundial
La furia del Timanfaya
Lorenzo Andrés Curbelo firma el 'Diario de apuntaciones de las circunstancias que acaecieron en Lanzarote, cuando ardieron los volcanes, año de 1730 hasta 1736', que Leopoldo von Buch copia y publica en 'Descripción física de las Islas Canarias' (1829). El relato del cura es preciso y escueto. «1 de septiembre de 1730. Entre nueve y diez de la noc he la tierra se abrió de pronto cerca de Timanfaya a dos leguas de Yaiza. En la primera noche una enorme montaña se elevó del seno de la tierra y de su ápice se escapaban llamas que continuaron ardiendo durante diecinueve días». Luego, un torrente de lava se precipitó desde ella. «Se extendió al principio con tanta rapidez como el agua, pero bien pronto su velocidad aminoró y no corría más que como miel». El párroco de Yaiza describe «masas de humo espeso que se extiende por toda la isla acompañado de una gran cantidad de escorias, arenas y cenizas que se reparten todo alrededor». La oscuridad, los truenos y las explosiones fuerzan a la gente a «tomar la huida». El ganado «cayó muerto asfixiado por vapores pestilentes». El 7 de enero de 1731, «corrientes incandescentes, acompañadas de humos muy espesos» brotan de nuevas bocas. «El día 10 se elevó una inmensa montaña que el mismo día se hunde en su propio cráter con un ruido espantoso y cubrió la isla de cenizas y piedras». El 25 de diciembre de 1731 se dan los temblores «más violentos que se habían sentido en los dos años desastrosos». Las erupciones «continuaron todavía durante cuatro años». Pero Curbelo interrumpe la narración a finales de 1731 y huye de la isla. «No estuve más tiempo porque me lastimaba el pecho el polvo de las arenas».
El año sin verano
A la erupción del volcán indonesio Tambora se deben dos mitos, un poema y muchos títulos de ciencia ficción y fantasía. La explosión de 1815 se oyó a miles de kilómetros, mató a 71.000 personas y no dejó un árbol en la isla de Sumbawa, donde alzó una columna eruptiva de 43 kilómetros de altura. Fue un desastre global. Hundió cosechas, causó hambrunas, epidemias, lluvias abundantes y bajas temperaturas. Polvo y ceniza envolvieron el planeta durante meses y convirtieron a 1816 en un año sin verano. Un grupo de jóvenes decidieron pasarlo refugiados en la Villa Diodati, junto al lago Leman (Suiza). Entre ellos estaban Mary Shelley, Lord Byron, John William Polidori…
Como llovía y hacía frío, cambiaron los paseos por tertulias. En una de ellas, Byron les retó a escribir una historia de terror. La suya fue el poema 'Oscuridad': «El dolor agudo del hambre se instaló en todas las entrañas, hombres morían y sus huesos no tenían tumba, y tampoco su carne; el magro por el magro fue devorado, y aún los perros asaltaron a sus amos»… John William Polidori ideó 'El vampiro', que daría origen al 'Drácula' de Bram Stoker. Y Mary Shelley creó 'Frankenstein', en cuyo primer prólogo explicó: «Ocasionalmente nos divertíamos con historias alemanas de fantasmas que casualmente caían en nuestras manos. Aquellas narraciones despertaron en nosotros un deseo juguetón de emularlos».
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Trinacria tiembla
La estela del Tambora es larga. Con seis años, a Edgar Allan Poe le impactaron los icebergs que vio en su travesía entre EE UU y Escocia, en junio de 1815, a consecuencia de la erupción. Volcará esa experiencia en 'La narración de Arthur Gordon Pym' (1838), un accidentado viaje en busca de la Antártida. También persigue ese continente helado en 'La esfinge de los hielos' (1897) su admirador Julio Verne, que, fascinado por los volcanes, hace a los protagonistas de 'Viaje al centro de la Tierra' entrar por el islandés Sneffels y salir por el Estrómboli. El novelista francés avala la tesis de la interconexión subterránea del mundo, en boga entonces. Como él, H. P. Lovecraft explorará a capas la Tierra 'En las montañas de la locura' (1936) y, según muchos, influirá en creadores contemporáneos como Stephen King.
Krakatoa, impacto total
Fue la primera erupción volcánica convertida en exclusiva mundial. El Krakatoa, entre Java y Sumatra, estalló el 26 de agosto de 1883 y destruyó el 70% de la isla de Rataka. La información llegó a todos los rincones del planeta, por el recién nacido cable telegráfico submarino. Impactó en el público como ningún desastre hasta entonces. Los periódicos publicaron testimonios como el del marino Van Sandick, que sobrevivió al tsunami a bordo del 'Gouver-neur-Generaal Loudon', porque su capitán, Lindeman, viró el barco y lo encaramó a la cresta de la ola. Desde allí, contempló la catástrofe. «Anyer, 27 de agosto, seis de la mañana, la mayoría de sus habitantes están aún en la cama, una masa de agua negra, enorme, llega con gran estruendo e inunda la ciudad. Después se retira, arrastra al mar a hombres, mujeres y niños». Lo peor está por llegar. «Todo está de nuevo en calma y silencio, se ven cuerpos destrozados y restos de barcos, puentes y árboles. No es más que el principio. Las personas que se han salvado, casi todas ellas heridas, recuperan el aliento. Llega una segunda ola, tiene una altura de unos 35 metros y a su paso arrastra a todos los que habían resistido el primer choque. ¡Anyer ya no existe!».
En 'Bajo el volcán', el Quauhnáhuac de México, narra Malcom Lowry en 1947 su derrota existencial. Lo hace a través del descenso a los infiernos de Geoffrey Firmin, excónsul británico en Cuernavaca, el Día de Muertos de 1938. Una metáfora de la vida del autor, que decidió ser un alcohólico vitalicio siendo niño, como contrapeso a la rigidez y el puritanismo familiar con que se educó. Guillermo Cabrera Infante, que la guionizó para el realizador Joseph Losey que no la rodó, identificaba al escritor con su protagonista, el atormentado Firmin. «Poeta fracasado, hombre fracasado, está condenado al infierno que le espera bajo el volcán, en la barranca a donde va a dar su cadáver, como un perro, con un perro: condenado no sólo por sus defectos visibles y por sus virtudes ocultas, sino por una voluntad de autodestrucción». Lowry lo confirmó: el volcán solo tenía un sujeto, él.
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