«Me gusta raspar superficies de la realidad»
El escritor Francisco Javier Irazoki publica 'El contador de gotas', una autobiografía lírica en la que defiende lo cotidiano y la necesidad de construir una conciencia individual
La nueva entrega poética de Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) se titula 'El contador de gotas' (Ed. Hiperión) y es una obra de prosa poética donde el autor realiza 44 entregas para completar una autobiografía íntima y lírica, llena de recuerdos y de paisajes personales que «ruedan por una inconsciencia pedregosa». Cada gota de este libro alude a un pasaje de la creatividad del autor.
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-En primer lugar, me gustaría preguntarle por la razón de su predilección por los poemas en prosa. No es la primera vez que los utiliza, aparecen en los libros 'Los hombres intermitentes' (2006) y 'Orquesta de desaparecidos' (2015), y en cierta medida en 'Ciento noventa espejos' (2017), cuyos textos se han descrito como sonetos en prosa.
- Mi predilección nace de la búsqueda de libertad. He compuesto muchos versos. En 'Música incinerada', el libro que he empezado a escribir, a veces regreso a esta disciplina. Hubo años en que me sentí encarcelado en el verso y la prosa liberó mi poesía. No acepté la pobreza de creer que lo poético debe estar limitado por la métrica, las líneas inacabadas y cierto léxico. Aunque de joven leí 'Ocnos', de Luis Cernuda, y 'Los cantos de Maldoror', de Lautréamont, dos libros de poemas en prosa que me impresionaron, continué con el hábito de expresarme en verso. Residir en Francia desde 1993 me ha ayudado a la liberación literaria. Al menos desde el siglo XIX, los franceses cultos no conciben que la poesía pueda estar recluida en ninguna prisión estética.
- Lo primero que llama la atención en este libro, 'El contador de gotas', reside en su capacidad de realizar homenajes a los autores que admira, Blas de Otero, Emily Dickinson…, esa galería de poetas amigos.
- Necesito agradecer a quienes me instruyeron. Cuando fui adolescente, 'Ángel fieramente humano' y 'Redoble de conciencia', de Blas de Otero, significaron un refugio para mí. Una casa muy bien construida, por cierto, con un uso muy bello de la lengua castellana. En esa casa descargué mi angustia existencial. Después vinieron mis lecturas de autores clásicos y contemporáneos. Incluidos los extranjeros, por supuesto. Ahí estaba, entre otros, Emily Dickinson, a quien percibí como una hermana distante. Más cerca, la maestría de Ramiro Pinilla, Jorge G. Aranguren, Pablo Antoñana o Fernando Aramburu. Mis homenajes son huellas de gratitud.
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- Podríamos definir el libro como un puente entre lo cotidiano y lo recóndito, un viaje desde la realidad a la vivencia íntima.
- El viaje entero lo incluyo en la palabra realidad. Me gusta raspar superficies y apariencias de la realidad. Empiezo por las vivencias íntimas. Lo cotidiano encierra materiales que menospreciamos con ligereza. A mí me sirven. Como la literatura no es una armonía trazada con cartabón y regla, el viaje que usted menciona decide mi manera de expresarme.
«La ética personal es un muro contra el que chocan los fraudes colectivos y que nos libera para los abrazos»
De la infancia a la madurez
- Hay dos grandes paisajes en el libro: el de la infancia y la adolescencia en Navarra y el del hombre maduro en París, en el medio urbano. ¿Hay dos personas también?
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- La niñez ha sido mi columna más firme. La recuerdo siempre con unas palabras de Albert Camus: «El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento». He dicho que, gracias a la ética de mis padres campesinos, la maldad me aburre. La adolescencia vino con su idealismo confuso y su guadaña de preguntas. La etapa de mayor intensidad. Luego, en la madurez, he observado la apertura mental de mi vecindario de París. He recibido sus lecciones durante casi tres décadas. Por lo demás, me parece que cada hombre contiene varios habitantes. A los míos les pido que convivan con serenidad.
- Diría que uno de los temas más recurrentes en el libro se configura en torno a la creación de una conciencia que recuerda, y que lo hace desde la sensibilidad.
- Era mi objetivo. Estoy de acuerdo con su frase. Desde niño he guardado las vivencias para que me ayudasen a construir un testigo. Incluso retenía lo aparentemente trivial, roto, minúsculo. Ese testigo sería la conciencia. Y en uno de los poemas de 'El contador de gotas' explico que tengo una cita diaria con la conciencia, «único cazador que me apunta con su arma».
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- Usted habla de construir habitaciones propias, y una de sus ideas-fuerzas consiste en defender la personalidad frente a la tribu, no dejarse pisar nunca.
- Opino que la identidad colectiva es una cárcel. O una marca para simplificarnos con sus apóstoles, sus beatos y sus oratorios ensangrentados. También intuyo que muchas ideologías son etiquetas sociales; adornos para ser atractivos sin compromiso. No encuentro hondura en los vítores, la delación o el desprecio; todo ello empantanado en el castigo al disidente. Por el contrario, la ética personal es un muro contra el que chocan los fraudes colectivos. Un muro que nos libera para los abrazos.
Francisco Javier Irazoki transita en este libro desde la sensibilidad estética a la lucidez ética, un viaje hasta las raíces de una conciencia atenta a la construcción de una personalidad que critica con dureza la comodidad de dejarse llevar por las ideas comunes. Por eso libera su objetivo final: «No abrazar ningún idealismo compatible con la incoherencia íntima», y construirse en la relación amable del recuerdo del pasado.
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