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Territorios

La fuerza de la utopía. Por qué lo imposible mueve el mundo

«Por mucho que camine, nunca la alcanzaré. Entonces, ¿para qué sirve la utopía?», pregunta Eduardo Galeano. Y contesta: «Para eso: sirve para caminar»

luisa idoate

Viernes, 4 de febrero 2022, 21:14

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Es el 'no lugar'. Lo dice su nombre: utopía. El sueño inalcanzable. La meta imposible. El horizonte que, cuanto más te acercas, más se aleja; el camino que no acaba. La promesa de futuro que acariciamos y no logramos, aunque la imaginemos, postulemos, defendamos, cuestionemos, temamos y añoremos. La perseguimos en la paz, la guerra, la vida y la muerte. En la sociedad, la política, la economía, el amor, la literatura, el arte, la ciencia y la tecnología. En la vigilia y el sueño. Con ella dibujamos un mañana mejor que aplaque nuestra ansia de trascender y el miedo a la nada, y acabe con la desigualdad, la injusticia, la violencia, la enfermedad, el dolor y la miseria. Pero solo teorizamos, porque es una quimera. «Por mucho que camine, nunca la alcanzaré. Entonces, ¿para qué sirve la utopía?», pregunta Eduardo Galeano. Y contesta: «Para eso: sirve para caminar».

El filósofo alemán Ernst Bloch la considera una abierta protesta frente a una realidad que no satisface. Una optimista militancia nacida de la insatisfacción hacia lo que le rodea, impulsada por una esperanza con posibilidades reales: sabe que el mundo es de un modo, pero puede ser de otro mejor. Se vincula a un espacio y un tiempo, un lugar y una época que la determinan; se enmarca en un contexto sociopolítico y económico que define su itinerario. Y se refleja en la cultura de cada momento, porque el arte puede anticipar lo que aún no es. Por eso, afirma Bloch, las griegas están ancladas al funcionamiento de la polis, las medievales son deudoras del cristianismo y la economía feudal, las de la Edad Moderna conviven con el libre comercio y las de los siglos XIX y XX son sociales y revolucionarias.

Cada época, su sueño

Son la reacción a períodos críticos y a episodios bélicos. Surgen unas veces como paradigmas de convivencia; otras, como mundos y tiempos idílicos de sueños, viajes y relatos. Tienen mirada crítica: contraponen lo que es a lo que debe ser. Anidan en sociedades, credos y ámbitos diversos, aunque con temas comunes. Los más recurrentes son el regreso al pasado primitivo y feliz, la sustitución de la propiedad privada por la común, el rechazo del individualismo y la originalidad que nos diferencian, el trabajo y la colaboración colectivos, y la supresión del dolor, la guerra, la enfermedad, la miseria… Pero no todas son igualmente justas, equitativas y democráticas, ni persiguen los mismos objetivos ni comulgan con las mismas ideas.

Las de la Antigüedad dibujan el Estado perfecto. Para Platón lo es la república, con clases sociales según las capacidades. En cambio la Biblia y los Manuscritos del Mar Muerto auguran futuros idílicos con mediaciones divinas. Lo mismo hace la Ciudad de Dios de Agustín de Hipona, que vencerá «con creces» a la pagana «de los hombres» y «del pecado» tras el Juicio Final. También ajusta cuentas la poeta francesa Christine de Pizan en 'El libro de la ciudad de las damas' (1405), sobre una urbe «inexpugnable» donde vivirán eternamente las mujeres del «Nuevo Reino de Femineidad, muy superior al antiguo reino de las amazonas», sin tener que abandonarlo «para concebir y dar a luz a nuevas herederas que mantengan sus posesiones y perpetúen su linaje».

Tomás Moro oficializa el nombre en 'Utopía' (1518). Imagina una comunidad justa y feliz sin propiedad privada, donde todo es de todos, que se autoabastecen en almacenes comunes invalidando el intercambio y haciendo superfluo el dinero. Es una ilusión renacentista, al igual que la de 'La Ciudad del Sol' (1602) de Tommaso Campanella, dirigida por un triunvirato de eruditos y expertos. En el equipo de 'Sabiduría' están el naturalista, el economista y el astrólogo; a 'Potencia' le apoyan el estratega, el armero, el ingeniero y el tesorero; y 'Amor' cuenta con el procreador, el médico y el educador. Con la misma perspectiva humanista, Francis Bacon habla de la nueva Atlántida, liderada por 'La casa de Salomón', esbozo de la Real Sociedad de Londres; y adelanta inventos como el submarino, el avión, el micrófono y el crecimiento artificial de las plantas.

Los románticos decimonónicos necesitan la utopía como el aire que respiran. Para Oscar Wilde, «es el único país en el que la Humanidad siempre acaba desembarcando». Y cuando lo hace, «otea el horizonte y al descubrir un país mejor, zarpa de nuevo», porque «el progreso es la realización de utopías». Coincide con él Víctor Hugo: «¿Sabe cuál es mi enfermedad? La utopía. ¿Sabe cuál es la suya? La rutina. La utopía es el porvenir que se esfuerza en nacer. La rutina es el pasado que se obstina en seguir viviendo». Piensan lo mismo Julio Verne, para quien «lo que hoy es utopía será carne y sangre mañana», y Alphonse de Lamartin, para el que «las utopías son muchas veces verdades prematuras».

A lo largo del XIX se reclama una sociedad más igualitaria, donde el trabajo no sea alienante. No es una utopía teórica como sus predecesoras, está pensada para realizarse como demuestran algunos de los socialistas que la apoyan. Charles Fourier la materializa en comunidades llamadas falansterios, y Robert Owen en la Nueva Armonía, que dispuso del primer jardín de infancia y la primera biblioteca pública de Estados Unidos. Pero la pujante industrialización genera profundos desequilibrios socioeconómicos; y la producción en cadena que irrumpe a principios del XX los ahonda y refuerza el individualismo, el descontento y las protestas.

A cualquier precio

Al defender a ultranza un mañana perfecto, muchas ideologías y credos determinan que todo lo que o quien se le oponga debe ser eliminado a cualquier precio y por cualquier medio. Y convierten su prometida utopía en pesadilla. La lista es tan larga como la Historia. Los juicios de la Inquisición, las ejecuciones de la Comuna de París, las purgas estalinistas, los campos de exterminio de los Jemeres Rojos, las depuraciones y los linchamientos de la Revolución Cultural china, el macartismo de EE UU, las ejecuciones y limpiezas étnicas en las incontables guerras a lo largo de los siglos, el Holocausto…

En 'La utopía nazi' (2006), Götz Aly explica cómo Hitler y los dirigentes del Reich compraron el silencio y la complicidad mayoritaria de los alemanes a cambio de seguridad y bienestar material. «El régimen supuso para la mayoría de los alemanes implicados un progreso económico evidente y se convencieron de que iban a tener buenas perspectivas de futuro». Los soldados destacados en el extranjero cobraban el salario íntegro; el 85% era para sus familias, que no pasaban hambre como en otros países. «El pillaje, el expolio de la Europa ocupada, el exterminio de los judíos y el saqueo de sus bienes permitieron al régimen mantener y asegurar el nivel de vida del pueblo alemán, que en una gran parte aceptó una utopía cimentada en el robo, el racismo y el asesinato».

«La historia del siglo XX es la historia de las utopías convertidas en campos de concentración», escribió Octavio Paz. Esos episodios arrastraron a Doris Lessing al desencanto. «Me he vuelto muy intolerante con las ideologías. Pertenezco a una generación de grandes sueños, de utopías de sociedades perfectas, y lo que ha ocurrido es que ha habido mucha sangre». Por el contrario, Mario Benedetti no se resigna a perderlas. «Cómo voy a creer que el mundo se quedó sin utopías, cómo voy a creer que la esperanza es un olvido, que el placer una tristeza». También las reivindica Ernesto Sábato, «porque solo quienes sean capaces de encarnarlas serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido». Porque, como dice Paul Virilio, cuando se inventa el tren se inventa también el descarrilamiento. Y la ciencia ficción es una maestra alertándonos de ello.

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