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Luis Manuel Ruiz
Sábado, 3 de mayo 2025, 00:00
El emperador que en las monedas recibe los títulos de César Marco Aurelio Antonino Augusto consiste en un hombrecito cenceño, de barba como un matorral, ... que mira desde las ranuras de dos ojos con desgana. Mucho es, y bueno, lo que se habla del emperador desde que ascendió a la púrpura: que, prodigio de ecuanimidad, dirime él mismo los litigios que se presentan en los tribunales; que, educado en la filosofía de los griegos, prefiere el jergón y la piel de lobo al raso de las sábanas; que jamás dedica a los esclavos una palabra más pesada de la cuenta; y que, informado de las infidelidades de su esposa Faustina, amiga de bailarines y eunucos, encoge los hombros y se encierra en su despacho con los muchos libros que ha reunido hasta hoy: rollos gruesos de pellejo y papiro que luego, durante la madrugada, despliega frente a un candil siempre encendido.
Estalla la guerra en el norte. Las fronteras del imperio tiemblan ante el empuje de pueblos salvajes, de piel pintada, que se atraviesan los cartílagos con alfileres y llevan a sus esposas a la batalla bajo corazas de mimbre: los marcomanos, acampados en las ciénagas; los cuados, de dientes como sierras; los yáziges, expertos en saetas, devoradores de pescado; los naristas, sin pelo en la espalda; los astingos, cuya crueldad sólo puede medirse con la dulzura de sus voces; los lacringes, que ríen al anochecer. Contra su deseo, el emperador filósofo cubre todas las leguas que separan Roma de este confín del mundo, la Dacia, y frente a las selvas dirige a sus legiones en una diaria tormenta de metal y sangre. Hasta que una noche, sin que nadie lo vea, asciende fatigado una de las atalayas del campamento. Desde lo alto, espía la muchedumbre de árboles, sauces, pinos, tilos, alerces que se extiende hasta el crepúsculo; cambian los colores, se borran las formas; hay un olor a leña en el aire; el emperador filósofo sueña.
Entonces ve a un joven bárbaro que corre al otro lado de la empalizada. El joven se detiene por un momento, sus miradas se cruzan; aúlla un lobo a lo lejos, el joven retoma su carrera. Pero el emperador observa todavía, sigue observando la oscuridad. Dieciocho siglos más tarde, un poeta portugués dirá que no existe nadie más desgraciado que un rey, porque no puede soñar un destino más perfecto. Y se equivoca.
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