El diseñador de sueños
El Victoria & Albert Museum de Londres despliega en una gran muestra el pasado, presente y futuro de Christian Dior
Begoña Gómez Moral
Sábado, 2 de marzo 2019, 04:00
Ocurría invariablemente dos veces al año. Nada más terminar la colección anterior se sucedían las visitas al número 30 de la avenida Montaigne. Uno tras ... otro, fabricantes de tejidos de todo el mundo llegaban para mostrar sus tesoros: tafetán, crepe, faya, brocado Especialistas en encaje de guipur, blonda, chantilly. Sombreros, pieles, plumas. Con la imaginación nutrida por ese despliegue, Christian Dior se retiraba a trabajar en figurines y siluetas, no pocas veces desde la bañera de su casa de campo. De regreso en París, los dibujos circulaban como la savia en un árbol, desde la responsable técnica de la 'maison', la formidable Madame Carré, hasta las 'petit-mains' y los aprendices. Después se confeccionaban los 'toiles' o bocetos en tela blanca corriente. Más adelante, el diseñador, a veces vestido con bata de científico, señalaba con una batuta los posibles defectos. En ese punto, 100 horas de trabajo primoroso todavía podían acabar en el cesto de la ignominia. Pruebas, ajustes, equilibrio, línea, proporción, más pruebas, más ajustes y, finalmente, a partir de la prenda erizada de alfileres, llena de hilvanes, marcas de jaboncillo, añadidos y recortes imperceptibles para el ojo no iniciado, se trazaba el patrón y se escogía el tejido definitivo.
Por delante quedaba la tarea de convertir aquel compendio de imaginación, trabajo y destreza en objeto de deseo, tal como había sucedido por primera vez el 12 de febrero de 1947, cuando el mito Dior había nacido a seis grados bajo cero durante el invierno más frío en París desde 1870. Aquella mañana Christian Dior llegó muy temprano, aunque los floristas ya trabajaban con lisianthi, rosas, lirios y delfinios azules por centenares. Aún así el aroma no se dejó al albur de las flores; cantidades generosas de 'Miss Dior', el perfume que la casa lanzaría a finales de ese mismo año, se rociaron por las salas minutos antes de abrir la puerta a las diez en punto ¿De dónde había salido aquella multitud? En apenas media hora los salones, por entonces pintados ya con los característicos colores gris perla y blanco, estaban a rebosar. Ni en los peldaños de la escalera cabía un alfiler.
De repente, el susurro de los tejidos silenció el bullicio y comenzó el desfile: uno, Chérie; dos, Caprice; tres, Cocotte; cuatro, Amoureuse. Siluetas al ritmo de nombres sugerentes y una colección de curvas a cual más audaz. Aquellas cinturas imposibles, conseguidas con corsé y relleno en las caderas, dibujaban una figura nueva: era el 'New look', la expresión inventada por Carmel Snow, redactora del 'Harper's Bazaar' norteamericano, que daría la vuelta al mundo en titulares y elevaría al diseñador al lugar donde sigue desde entonces.
La exposición muestra la historia de la 'maison' en 200 vestidos, la mayoría de alta costura
El bar del hotel Plaza Athénée, a dos pasos de la casa Dior, inspiró el conjunto que se convertiría en el manifiesto del desfile. Entre los noventa modelos de esa primera colección, el conjunto 'Bar' fue el más aclamado. Se trataba de un sobrio dúo cromático con las características de lo que la 'maison' sería en los próximos 70 años. La chaqueta corrió a cargo de la tijera de un joven sastre de 25 años llamado Pierre Cardin, capaz de cortar con rigor matemático esa prenda entalladísima en shantung color beige –léase marfil–, con hombros redondos y cintura en cabriola sobre una enorme falda plisada negra. De los tres metros de tela necesarios para hacer un traje completo durante la guerra, Dior pasaba a doce solo para la falda. Las clientas, vestidas todavía con los frugales conjuntos de falda recta y chaqueta cuadrada –el estilo surgido de la necesidad de aprovechar hasta el último centímetro de tela– lamentaron el derroche, sí, pero lo adoraron de inmediato. Puede que volver a la incomodidad y limitaciones del corsé y las enaguas aparatosas fuese un paso atrás en la batalla por el cuerpo de las mujeres, pero, en ese momento de la historia europea, era también una forma de exorcizar todo cuanto significaba la reciente contienda y una manera de decirle al mundo que París era todavía «la palabra mágica de cinco letras» de la moda mundial, una ciudad dispuesta a dejar atrás el pasado y volver a ser el centro del glamur. Un afable diseñador de 42 años, «con el aspecto de un párroco hecho de mazapán», sería su abanderado.
Novedades
Dos años después del triunfo de la primera colección, más del 60% de la moda francesa vendida fuera de sus fronteras llevaba la etiqueta blanca de Dior, lo cual equivalía a casi un 5% del volumen total de exportación del país. El tímido modisto era ya una de las cinco personas más conocidas del mundo. Dos veces al año su alta costura dictaba la ley hasta un punto que hacía prácticamente imposible el uso de prendas de la temporada anterior. Los desvanes nunca estuvieron tan suntuosamente llenos. Para la prensa especializada se convirtió en costumbre tratar de adivinar dónde exactamente colocaría el modisto en esta ocasión la cintura y a qué altura estaría el dobladillo. Casi nunca acertaban. La idea de novedad en moda existía desde los tiempos de Madame Bertin y María Antonieta; con Dior se convirtió en un concepto central. Cada nueva colección proponía una silueta, desde la rompedora 'corola' del primer desfile, hasta la 'vertical', 'oblicua', 'mediados de siglo', 'H', 'trampantojo', 'lirio', 'zigzag' o simplemente 'A', otro éxito de Dior, que en 1955 recreó la forma de esa letra mayúscula en una colección que Vogue calificó como «el mejor triángulo desde Pitágoras».
«Dior no viste a las mujeres, las tapiza», dijo Coco Chanel del aclamado modisto
Un éxito de esas proporciones también atrajo críticas. El gran Balenciaga se limitó a expresar mesurada sorpresa por la forma de tratar el tejido de Dior, con metros y metros de tela bajo las gigantescas faldas para crear el volumen que él obtenía mediante el estudio minucioso de la forma y la gravedad. Coco Chanel, sin embargo, lo expresó de forma gráfica: «Dior no viste a las mujeres, las tapiza». Más tarde, cuando se abrieron tiendas en distintos puntos del mundo, también trascendieron comentarios de ciudadanos privados. Un caballero de Idaho le acusó de «desfigurar» a su esposa y otro simplemente le advirtió que mejor se mantuviese alejado de Topeka, Kansas.
Como sueños en construcción, los 'toiles' de los estilos Dior se elevan del suelo al techo en una de las salas más impactantes de la exposición del Victoria & Albert, donde también hay vídeos y fotografías sobre la labor imprescindible de las 'petit-mains' que hacen realidad la alta costura, verdaderas guardianas de los códigos, técnicas, tradiciones y secretos de las casas de moda, cuya identidad representan en estado puro.
El traje 'Bar'
A la entrada, el traje 'Bar', referencia eterna y garantía de la mirada Dior, se presta a infinidad de reinterpretaciones. El diseñador, dueño de lo que hoy se llamaría una soberbia visión estratégica, mezclaba los modelos que el público esperaba con otros que él denominaba coloquialmente 'Trafalgar', diseños ideados para presentar batalla, ideas desconcertantes que no triunfarían de inmediato entre quienes querían ver el Dior que ya conocían, pero que en el futuro podrían jugar un papel bien diferente. En el extremo opuesto estaba el conjunto 'Bar', cuya silueta es posible rastrear en todas las colecciones. Tampoco los sucesores del modisto han dejado de reinterpretarlo, desde la actual cabeza visible de la casa, Maria Grazia Chiuri, hasta el sucesor inmediato de Dior, Yves Saint Laurent, pasando por Marc Bohan, Gianfranco Ferré, John Galliano y Raf Simons. Todos ellos comparten protagonismo en el resto de salas, que compartimentan el descomunal espacio subterráneo inaugurado por el museo el año pasado. Cada una lleva el nombre de un lugar o idea que inspiró al diseñador como excusa para desplegar la historia completa de la 'maison' a lo largo de 72 años y 200 vestidos, la mayoría de alta costura. Una sección se refiere a la cercanía de Christian Dior con el país anfitrión: «De Reino Unido me gusta todo, la cortesía, la arquitectura, las tradiciones y hasta la comida». La fotografía oficial que Cecil Beaton obtuvo de la princesa Margaret en 1951 con motivo de la celebración de su vigésimo primer cumpleaños se exhibe junto al vestido de organza color crema que encargó a Dior probablemente un año antes, cuando la joven aristócrata había asistido junto a su hermana Elisabeth y la madre de ambas a un muestrario privado en la embajada francesa en Londres. Como exige la etiqueta, las modelos llegaban, hacían una reverencia y después abandonaban la sala en esa posición, sin volver la espalda. Hasta que la reina madre tuvo que pedir: «Por favor, olviden el protocolo. No hay manera de ver la parte de atrás de los vestidos». También se muestran otros clásicos de gala como el 'Fête joyeuse' de 1955, un 'H' en negro perteneciente al Victoria & Albert gracias a una donación de la bailarina Margot Fonteyn o el 'J'adore' de Galliano, que la actriz Charlize Theron lució en 2008 para la publicidad de la fragancia del mismo nombre.
Varios envases originales, a veces nacidos de la colaboración con la empresa de artesanía en cristal Baccarat, dan cuenta de la importancia de los perfumes para la casa de alta costura. El primero, icono de la firma desde su inicio, fue bautizado 'Miss Dior' en honor a Catherine, la hermana del modisto integrante de la Resistencia francesa, que fue liberada del campo de concentración para mujeres de Ravensbrück al final de la guerra. 'Diorissimo' en cambio evoca la flor favorita del diseñador, el 'muguet' o lirio del valle que llevaba siempre consigo y regalaba tanto a empleadas como a clientas cada mes de mayo. Ocultar una o dos flores en el dobladillo de una chaqueta o un vestido cuando se exhibía por primera vez se contaba entre las más encantadoras de las muchas supersticiones de Christian Dior. Aunque diseñó el frasco original personalmente en 1956, no llegó a disfrutar de su éxito. Murió de un fallo cardiaco cuando se encontraba de vacaciones en Montecatini, la villa termal favorita de Giuseppe Verdi. En solo diez años había conseguido que su nombre fuese sinónimo de un éxito creativo y comercial cuyo mejor tributo son los desfiles que dos veces al año le devuelven a la actualidad.
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