La Cenicienta de los zuecos de goma
Cuento de verano ·
Violeta sufre las secuelas de un grave accidente y las aún más duras del desamor. Pero a veces, incluso en el más inesperado de los momentos y el más improbable de los escenarios, se produce la conversión de un cuento en realidadCristina Maruri
Sábado, 19 de agosto 2023, 00:04
Acababa de salir de las tinieblas, porque tras un accidente había regresado a la vida.
Sus pasos no eran firmes y los huesos le crujían como los de una anciana, pero a Violeta los ojos le habían sanado el alma. ... Concatenadas operaciones, para volver a ver con ellos.
Aunque lo hiciera con gafas atiborradas de filtros, en aquella mañana en la que caminaba al borde el mar.
La primavera avanzada permitía baños de sol, pero Violeta hubiera preferido una capa compacta de nubes, que bloqueara aquellos rayos abrasadores para unos ojos, que además de gafas, protegía con una pamela interminable de estilo monegasco.
El móvil sonó y aparecieron cuatro letras borrosas componiendo la palabra Toni. Dejó que sonara y sintió dolor. Sucede cuando proviene del desamor.
Cuando se comprueba que se ha entregado el corazón a un cerdo. Era lo único que veía con claridad, el desperdicio de sus sentimientos. De su cuerpo y de sus sueños. Por eso al cúmulo de dolencias, añadiría ahora la incredulidad hacia lo masculino.
Cuánto había madurado, por poner la reflexión en positivo. Tanto era lo que había salido volando, como ella, de la maldita moto.
De eso no tenía culpa a nadie, solo el destino que aquel sábado quiso convertir la carretera en una pista de patinaje, hasta que chocaron contra el guardarraíl.
Cuán cruento y qué injusto, porque Toni se recuperó en semanas y ella no lo haría en meses, en los que nunca la visitó.
Su melena hubo de ser cortada, su sonrisa exhibía cicatriz y sus piernas ya nunca se mostraban.
Y Violeta dejó de mirarse para mirar. El griterío, las toallas, los perros y la cola en los helados. Eran inconfundibles pruebas de vida. De la vida más viva, que volvía a disfrutar.
Y suspiró e inspiró; pero con cuidado. Temía que, al atiborrar sus pulmones, pudieran constreñir las costillas y hacerlas nuevamente estallar.
Lo único que veía con claridad era el desperdicio de sus sentimientos
Atravesaron sus fosas nasales un sinfín de olores, pero sobre ellos el salitre del mar. Qué placer experimentó.
Qué placer experimentaba al escaparse del ventanuco de cortinas relavadas, con vistas al mugriento patio. Fueron toda su inerte vida, durante trescientos veintinueve días.
'Jornada de Puertas abiertas' se leía en el cartel plastificado atado a la verja.
Violeta había sido discreta y tímida, pero aquellos rasgos quedaban atrás. Arrojados a la basura junto a antibióticos y vendas. Ante sí, una cordillera de tiempo, que estaba decidida a recuperar.
Por eso ni tuvo miedo ni lo pensó dos veces. Era tan novedoso hallarse una puerta abierta, y tan esperanzador.
Una explanada, muchachos yendo y viniendo. Embarcaciones estrechas y alargadas, con velas o carentes de ellas. Violeta nada de náutica sabía. Su vida se había gastado en la otra orilla. En la de las casas revestidas con humo proveniente de las chimeneas, desprovistas de ascensor. Con suelo crujiente de sintasol y cocinas de bombona de butano.
Un hogar de cincuenta metros, modesto; el permitido por la pensión de su madre y su sueldo de cajera en la tienda del barrio.
No fue saltarse una barrera, sino aprovechar la oportunidad.
Así que Violeta recogió la suya en forma de tríptico, que una amable asistente le entregó mientras decía: 'Bienvenida al Club Velas Blancas'.
La chica se marchó y Violeta se quedó observando. Cayó en la cuenta de que todo en su derredor era bonito y estaba ordenado. Barquitos, remos, rampas de embarque e incluso boyas de amarre. Y lo comparó con otro muelle, el muelle por el que pasaba a diario. Que abrigaba otro tipo de barcos; de madera, más grandes, toscos y gruesos. Pintados y repintados. Un muelle llenito de gaviotas ansiosas, a la espera de su cena. Que olía a combustible y a pescado; abarrotado de redes.
Difícil escoger, pero estéril dilema. Solo a uno pertenecía.
A veces la vida nos sorprende para mal; otras, se muestra generosa
Y se perdió entre el revuelo de muchachos y barcos. De padres dando besos y monitores consejos.
Se reflejó en los cristales de una tienda de repuestos y curioseó por naves que cobijaban embarcaciones.
Sin darse cuenta, Violeta se alejó del bullicio y acabó sentándose en unas solitarias escaleras.
Le dolían las piernas y el agua, que humedecía rítmicamente los escalones; le llamaba, así que se desprendió de sus playeras, metiéndolas a remojo.
El contacto con el frescor fue extraordinariamente benefactor. Tanto, que dejó a Violeta a un milímetro de obtener placer, y no queriendo separarse a dos, allí permaneció. Incluso quiso acompañar la melodía del mar, iniciando una canción. Internamente agradeció la presencia de una nube interpuesta entre ella y el sol, el descanso de radiación.
Y fue entonces cuando la nube le habló ¿necesitas algo?
Empleó un tono y timbre tan celestial, que Violeta pensó en algún ángel despistado posado a su lado, en el apartado embarcadero.
Escrutó su mirada hacia el manantial de voz, y se encontró con un hombre.
Un castillo de hombre, a juzgar por su corpulencia y altura. De cabellera blanca y cercano a triplicar su edad.
Un hombre que se agachó para formularle una segunda pregunta ¿te apetece navegar?
La Violeta de hacía casi un año, hubiera antepuesto los consejos de su madre: cuídate de extraños. Antepuesto la razón, la timidez y la prudencia. Pero la Violeta que remojaba sus pies en el agua había aprendido que todas esas cosas no son sino retenedoras de vida. Una vida que se concede como la licencia a un chiringuito de playa, pero que puede ser revocada en cualquier momento y con total arbitrariedad.
Por eso Violeta asintió.
Lo hizo con el gesto, sin articular palabra, tampoco su ángel.
Y se mantuvo en el mismo lugar, mientras él se desplazaba hasta una embarcación rojo brillante. Como suponía Violeta debía tener su corazón, que barriendo de un plumazo añejos propósitos, volvía a silbar compases de amor.
Y es que todo él dejaba estela. Su voz, su olor, su andar pesado y sereno. Esa paz que transpiraba y que se expandía hacia lo que hacía y le rodeaba.

Muchas veces la vida nos sorprende para mal. Nos apena, nos condena, nos relega, nos preocupa y nos hace llorar. Pero otras, se vuelve generosa; con derroche. Sorpresiva; hasta lo inimaginable. Hechizadora; como el sonido de la flauta mágica mejor afinada.
Con una cuerda atada a la quilla, el hombre arrastró la cáscara de nuez sofisticada hasta una Violeta pétrea. Quien la observara podría confundirla con una estatua. Una sirenita ataviada con pamela y gafas.
Y el hombre-castillo, el ángel sin alas, tendió su mano, para que abordara la escuálida embarcación sin perder el equilibrio. Una mano inspiradora de confianza y protección; todo lo que Violeta necesitaba.
Con recurrentes dolores, Violeta ocupó su minúsculo lugar en la plaza posterior, en donde se anclaban unos de zuecos de goma con agujeros y hebillas.
Y fue entonces, cuando el antaño hombre-castillo, ángel sin alas; se convirtió en príncipe y ella en la Cenicienta más afortunada. Porque su galán de ensueño clavó la rodilla en el hormigón del muelle, para introducir los pies de la repentina princesa Violeta, en aquellos zuecos que ahora lucían, como los más espléndidos zapatitos de cristal.
Fue un momento mítico, épico e inolvidable. Solo alterado por el pensamiento coqueto y extemporáneo de Violeta: «Tranquila, tienes los pies impecables. Te pintaste las uñas ayer».
Hablaba el sol en el horizonte y el agua al contacto con los remos. Su espalda fornida, su cuello grueso, su nuca blanca. Hablaba sin descanso el corazón de Violeta, tanto tiempo enmudecido.
Pero no se separaban los labios, de ninguno de los dos. El barco escuálido se adentraba en el mar y de mientras, el sentimiento en Violeta echaba raíces.
No hay quien detenga al amor, ni quien lo comprenda. Cómo puede prender fuego sin astillas, desatar tormenta sin vientos. Conseguir ese morir, en la más extraordinaria plenitud del vivir.
Nunca pudo calcular Violeta la duración del trayecto, porque no pueden medirse los sueños. Fue de igual manera instante y eternidad. Hasta que la pompa de jabón se rompió; tenían que regresar.
La vuelta fue diferente, la brisa se intensificó y el corazón de Violeta se tornó gris, como las aguas que surcaban.
Mas seguirían sellados sus ambos labios. Durante la travesía, y al arribar al muelle desde donde, una vida antes, habían partido.
Y la cuerda se convirtió en lazo y en soga. Y el príncipe de cuento de nuevo se arrodilló.
Nada pudo hacer Violeta para no estremecerse cuando él sostuvo sus tobillos. Ni evitó tiritar, cuando su mano le ayudó a pisar tierra firme. Nadie hubo de salvarla de zozobrar, cuando se despidieron.
No encontró palabras, ni sonrisa decente. Aunque consideró un éxito alejarse con la dignidad requerida, en lugar de echarse irremediablemente a sus brazos.
Ha pasado mucho tiempo y Violeta vuelve a llevar minifalda, tiene hijo, marido y es feliz. Pero no hay día que, al pasar junto a la verja y los barquitos, no se sienta su Cenicienta.
Y Alberto, marqués de Luzón; ya no navega. Pero en su silla de ruedas dirige siempre la mirada hacia las escaleras, en donde una inolvidable mañana calzó a su princesa.
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