El camino a la cumbre
Ana es una ambiciosa abogada que ha tenido varias parejas. Cree que el amor y el éxito profesional son incompatibles hasta que conoce a Jaime
Javier Sagastiberri
Viernes, 29 de agosto 2025, 22:49
Cuarenta años. Tenía cuarenta años, pero aparentaba treinta, al menos eso decían sus amigas. Observó su cuerpo en el espejo de la entrada y se ... acercó un poco para examinar detenidamente su rostro: ojos grandes de color marrón como los de la mayoría de la gente, pero con una intensidad especial en la mirada que a veces intimidaba, era consciente de ello, y esa sensación de poder que experimentaba en ese momento la satisfacía.
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Era alta, eso lo había heredado de su padre, y era esbelta y a pesar de su estatura su cuerpo transmitía una sensación de elegancia, o eso le decían sus amigas. Estas eran buena gente y se preocupaban por ella: parecían lamentar su destino. Todas, salvo ella, estaban casadas y todavía ninguna se había divorciado. Tenían hijos y eso se reflejaba en sus rostros cansados, en las ojeras pronunciadas y en la piel algo ajada, a pesar de las cremas. Afirmaban, pese a todo, que eran felices. Algunas trabajaban, otras no, pero todas tenían aspecto de no dormir lo suficiente, de vivir para ellos, para esos hijos que tantas satisfacciones les daban. A veces, su conversación le resultaba tediosa, pero pronto se arrepentía, porque eran buena gente y ella las quería.
No parecían creerla cuando les decía que su destino era voluntario. Que era como Jane Austen. La escritora tuvo que elegir: o escribir novelas o casarse y ocuparse de cuidar los hijos que vinieran.
– Pero eran otros tiempos, mujer –comentaba Eva– han pasado doscientos años. Hemos avanzado ¿no te parece?
– Por supuesto –contestaba ella– pero no tanto. Mirad a vuestros maridos: tienen mujeres e hijos y están encantados. Son altos directivos y están tranquilos en sus empresas concentrados en lo que les gusta porque saben que cuando el niño está enfermo vosotras sois las que vais al médico y las que pedís permiso en la oficina si es que trabajáis, para ocuparos de todo.
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– Ana tiene razón. Ni siquiera les llamamos cuando ocurre algo, no vaya a ser que se desconcentren, y cuando llegan a casa casi siempre está todo solucionado.
Maite era la que mejor la entendía. Sospechaba que era la que más lamentaba la renuncia: era una tía despierta y ambiciosa, pero se había conformado con un puesto secundario en la empresa de ingeniería en la que trabajaba; no podía seguir el ritmo de los tíos, pues tenía dos hijos y había renunciado a viajar por cuidarlos.
Ana había tenido varias parejas, pero la historia siempre se repetía: cuando empezaban a enamorarse no querían conformarse con el sexo; hablaban de matrimonio y por supuesto de hijos y no entendían su negativa. La relación, que hasta entonces se había desarrollado sin problemas, llena de momentos felices y enriquecedores, comenzaba a deteriorarse, y la ruptura era inevitable y se producía sin grandes tragedias, porque tanto ellos como Ana eran conscientes de que no tenía sentido continuar, de que no era posible un proyecto común.
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Pero en los últimos meses todas sus convicciones se habían tambaleado y ello había ocurrido por causa de Jaime.
Había llegado casi directamente de la universidad y era un tío dotado y brillante, con varios másteres y un doctorado: un verdadero pata negra a sus escasos treinta años, que venía dispuesto a comerse el mundo, aunque desde el principio, desde que se lo presentó Mario, el gerente del despacho, supo que venía a comerse el mundo, pero en compañía de ella, no contra su voluntad, sino formando juntos un equipo imbatible.
Ya en la primera mirada de Jaime observó respeto y admiración y supo que iban a trabajar juntos y que juntos incluso podían ir más allá.
– Jaime, te presento a mi mano derecha- comentó Mario. Este bufete no sería ni sombra de lo que es si nos fallara Ana; tenlo en cuenta.
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– No exageres: todo lo he aprendido de ti.
Ambos sabían que esas palabras eran una verdad a medias, eran las que se esperaba de una subordinada brillante, pero que todavía ha de aguantar unos años hasta poder suceder, o quizás suplantar, a su jefe.
Y al mismo tiempo que llegó Jaime, entró en el bufete aquel gran desafío. El despacho estaba especializado en fusiones y adquisiciones de empresas y había estado detrás de algunas de las más importantes de los últimos años, pero este proyecto era otra cosa, algo que cambiaría las reglas del mercado de las grandes empresas, algo que, supuso con satisfacción, se estudiaría en las escuelas de negocios como una obra de arte, casi como un cambio de paradigma. Y Mario se lo había encargado a ellos dos.
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– Tenéis tres meses, nada más que tres meses –les anunció con una sonrisa de satisfacción en la que se reflejaba la confianza que depositaba en ellos dos–. Sé que es poco tiempo y que la tarea es compleja y no vais a poder contar con nadie más porque el proyecto es secreto, y nuestros clientes están consumidos por una paranoia enfermiza.
Se detuvo unos segundos para mirar por la ventana que daba la Gran Vía bilbaína y luego volvió a mirarlos. Ana observó que la sonrisa había desaparecido.
Pensó que Mario estaba exagerando y que se dejaba llevar por su conocida afición a la épica, hasta que estudió las cifras que le presentó: eran mareantes, y la responsabilidad la abrumó. Ella era capaz de llevar ese trabajo adelante, pero lo primero que pensó fue que para Jaime el proyecto podía resultar demasiado grande; era un tío muy brillante, enseguida lo descubrió, pero no tenía casi experiencia.
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A pesar de ello, aceptó el encargo sin poner objeción alguna, pues no quería que cualquiera de los otros socios de la firma le pisara la oportunidad.
Aquellos tres meses se convirtieron en una aventura maravillosa; más que un trabajo jurídico complejo y absorbente, parecía un viaje por el espacio hacia regiones remotas nunca hasta entonces exploradas, y los temores sobre la inexperiencia de su colaborador resultaron infundados: era un viajero preparado, pero consciente al mismo tiempo de que la nave que los conducía hacia el final de aquella aventura debía ser dirigida por ella. Así se lo expresaba con su mirada, e incluso con sus palabras, desde el principio.
Y entonces ocurrió: se percató de que aquel joven brillante, pero al mismo tiempo humilde, podía ser su compañero, y entendió que con él sería posible no solo el logro de todas sus ambiciones, sino una vida en común, como si en vez de una pareja pudiera hablarse de un organismo único perfectamente coordinado y con los mismos objetivos vitales. Obviamente, esta sensación la enamoró y le pareció, por el comportamiento respetuoso y entusiasta de Jaime, que él experimentaba algo parecido, aunque, tal como ella lo hacía, posponía su manifestación hasta que aquel trabajo de tanta responsabilidad se hubiera culminado. Por supuesto, en esos tres largos y agotadores meses no hubo sexo; no podía ser de otra manera. Salvo la última noche, en la que decidieron que podían tomarse unas copas para brindar por el éxito en la Antigua Cigarrería, pues la presentación, según le comunicó su compañero, se había atrasado de las diez de la mañana a las doce del mediodía, lo que les permitía una cierta relajación. A ella le pareció que Jaime estuvo a punto de proponerle que pasaran la noche juntos, pero al final se reprimió. Ana estuvo de acuerdo y decidió que, si él no se atrevía al día siguiente, la propuesta partiría de ella, pues estaba segura de que la atracción era mutua.
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Durmió mal y se levantó temprano Había quedado con Jaime para tomar un café en el Abando a las once. Como tenía tiempo decidió acercarse a su peluquería, pues le pareció que después de aquella mala noche le vendría bien un pequeño arreglo.
Cuando llegó al bar eran las once. Jaime no estaba. Le extrañó, pues siempre llegaba puntualísimo. Cuando dieron la once y cuarto, empezó a preocuparse. Extrajo el móvil para llamarle y vio que estaba como muerto, como si no tuviera batería. Decidió ir a la oficina, para llamarle desde allí. La secretaria la recibió con gran nerviosismo. Como no llegaba y no la localizaban, habían empezado sin ella, a las diez y cuarto. Observó que su móvil seguía sin dar señales de vida. Recordó que Jaime le custodió el bolso cuando fue por última vez al baño. Entonces lo entendió todo. Le había mentido sobre el cambio de hora de la presentación y había manipulado su móvil.
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Cuando entró en la sala de juntas, el gerente la fulminó con la mirada. Los demás ni siquiera la vieron. Seguían con gran atención la exposición de Jaime, que hablaba con la brillantez y seguridad que ella tan bien conocía. Se desplomó en la silla y ya no pudo ver ni oír nada más.
Entonces tuvo una visión grotesca. Se encontraba en un monasterio tibetano, en la falda de una gran montaña. Un lama con una sonrisa entre burlona y beatífica, con la voz y los ojos de Jaime, se dirigía a ella y le decía: «No te engañes, pequeño saltamontes. El camino a la cumbre siempre es solitario. Solo uno puede ser el alpinista, los demás no son más que sherpas que están para servirle». Tras estas palabras, el monje le daba la espalda y empezaba a escalar la montaña.
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