El arte en tándem de Ibarrola, Chillida y Oteiza
Apoyo incondicional. Sus trayectorias están íntimamente ligadas al sostén de Mari Luz Bellido, Pilar Belzunce e Itziar Carreño, sus esposas
Detrás de un gran hombre, habitualmente, no hay una mujer, sino una multitud de personas que lo admira. A su lado, en realidad, se suele encontrar la pareja, independientemente de su sexo, compartiendo penas y alegrías, y por delante de él encontramos a algunas esposas que desbrozan el camino para que ellos puedan mantener su compromiso con la creación. Las tres grandes referencias del arte vasco del siglo XX no estuvieron solas. Mari Luz Bellido, Pilar Belzunce e Itziar Carreño, cónyuges de Agustín Ibarrola, Eduardo Chillida y Jorge Oteiza, respectivamente, asumieron ese rol de una u otra manera.
El artista vizcaíno conoció a su futura cónyuge en la Asociación Artística Vizcaína. «Trabajaba de grafista en una imprenta y le gustaba la pintura», recuerda Jose, su hijo. Coincidieron a principios de los años cincuenta en la inauguración de una exposición colectiva celebrada en la capital vizcaína. «Mi padre era muy joven, pero ya participaba en el grupo Atxuri, formado por autores emergentes, y metían ruido. Ella le pidió su opinión de la obra que presentaba y él le contestó que una mierda. Así me enamoró, solía decir».
Fue el principio de una relación my influida por los acontecimientos sociales y políticos de su tiempo. «Estuvo desde el minuto cero a su lado y lo digo sin plantear un ánimo reivindicativo del tipo yo era el alma máter y nadie me reconocía», apunta. «Eran una asociación y cada uno asumía su papel». Cuando ella se quedó embarazada, decidieron irse a Formentera porque en aquel periodo pre-hippie resultaba muy barata y el clima era maravilloso, pero volvieron «porque mi padre quería que yo naciera en el País Vasco».
La familia Ibarrola se trasladó a París y el pintor y escultor fundó el Equipo 57 junto a Angel Duarte, Juan Serrano y José Duarte. «Sobrevivían como pintores de brocha gorda y sus compañeras en lo que salía, desde limpiar casas a cuidar niños», explica y señala que aquel fue un fecundo periodo de explosión y vivencias intensas. «Mi madre participó, pero no como artista, lo tuvo claro desde el principio. No intentó competir en ningún momento, sino que procuró que él trabajara en las mejores condiciones posibles. Él quería hacer su labor por encima de todo, caiga quien caiga, y seguirlo en aquellas circunstancias era muy duro».
Todo se complicó con su regreso a España, en plena dictadura franquista. Ibarrola fue detenido y confinado en Burgos. «Nos fuimos a vivir allí, a una pequeña buhardilla en condiciones muy duras», recuerda. A partir de entonces, su madre comienza a sacar clandestinamente de la cárcel las obras que realizaba el preso, generalmente estampas de la cárcel, y exhibirlas en Europa gracias a una red internacional de solidaridad. «Asumió el papel de comisaria y divulgadora». Esa función la llevó a encontrarse con personajes de la talla de Pablo Neruda o Jean Paul Sartre. «Era una vida muy interesante porque le aportaba un gran conocimiento del mundo».
El reverso tenebroso de aquella aventura estaba en la ciudad castellana y su penal, apodado 'la Universidad' por la cantidad de intelectuales allí recluidos. «Se peleaba con militares calzados con botas de montar de espuelas porque su marido tenía sabañones en las manos y no le dejaban pasar guantes, por ejemplo», indica. «Creo que no la detuvieron porque les sobraba con Ibarrola. Cuenta anécdotas de película como cuando quedó con otra mujer y le pasó una dirección en un papel. Tras memorizarla, la rompió en pedacitos y los tiró por una alcantarilla. Posteriormente la llevaron a una comisaría donde le mostraron los trozos pegados en una cartulina.
La energía de Mari Luz, asociada al deseo de cambio, decayó en los años ochenta, cuando el hijo también se implicó en la militancia política. «Me decía que no me metiera en aquel berenjenal, que ya valía de peleas y persecución», recuerda y señala que el advenimiento de la democracia fue, curiosamente, un tiempo de frustración para sus progenitores. «Llegamos a una etapa de quítate tú para ponerme yo, muy comercial, en la que se apartaba a quienes habían estado en la primera línea de lucha. El bosque de Oma responde a la frustración de mi padre, a la necesidad de relajarse y liberarse».
Mari Luz Bellido fue el soporte vital de su marido. «El pilar emocional», asegura su hijo y reconoce que experimentó cierto bajón cuando su rol se redujo al de mera ama de casa. Sus últimos diez años estuvieron marcados por el mal de alzhéimer. «Él la cuidó mucho, aunque nunca asumió su enfermedad», revela y se remite a la particular identidad del binomio: «¿Tú tienes derecho a arrastrarte en mi pelea o yo no puedo incluirme en la totalidad de tu vida? Creo que es un todo y que eso es una pareja».
La relación entre Agustín Ibarrola y Mari Luz Bellido guarda ciertos paralelismos con la que mantuvieron Eduardo Chillida y Pilar Belzunce. Unos y otros formaron sendos tándem que nunca perdieron la sincronización en la pedalada. Susana Chillida ha escrito 'Una vida para el arte' (Galaxia Gutenberg), fascinante disección de ese dúo entre el escultor guipuzcoano y su pareja. «Juntos forman un solo bloque. Pili se hace fuerte. Se cuida para cuidar. Y a su lado, Eduardo, una mano escondida completamente en el bolsillo, la otra, sobre el cuello de ella, exuda tranquilidad. Sentimos que protege y es protegido», cuenta en torno a una vieja fotografía de sus padres.
Se conocieron cuando ambos eran muy jóvenes y, al parecer, ella se quedó fascinada al verlo trepar por la fachada de un edificio. Aquella muchacha embelesada, hija de un hacendado navarro, había nacido en Filipinas, crecido entre el archipiélago asiático y Estella, y se expresaba con soltura en castellano, tagalo e inglés. Él, además de hacer acrobacias, era un prometedor estudiante de Arquitectura y, según confiesa su hija, un novio excluyente y posesivo.
El arte se interpuso en un futuro que se perfilaba tranquilamente burgués en el plácido entorno de la Concha. Los padres del estudiante recurrieron a la novia para disuadirle de abandonar el carril. «Si tú me sigues…», le escribió él y, guiada por el corazón, decidió apoyarlo en su arriesgada decisión de abrazar la escultura. «Ella era la red de seguridad del trapecista», afirma la autora de la biografía. «Presta a animarle y salvarle de sus caídas, pero jamás interfiriendo en el vuelo de ese pájaro solitario que era Eduardo. Mi madre lo respetaba y era, asimismo, su confidente y su apoyo durante sus desvelos».
Belzunce fue el sostén cuando la joven promesa se sintió desalentada, a pesar de la buena recepción inicial. Chillida le daba cuenta por carta de todos sus pasos durante los años de formación en Madrid y, posteriormente, Pilar lo acompañó en su estancia en Francia y los a lo largo de los frecuentes viajes de trabajo. Cada proyecto que asumía lo consultaba con su esposa. «Sin ella la visibilidad y consolidación no habría sido la misma», apunta en el libro. «Era una prolongación de Eduardo», añade y defiende que sus padres eran «un buen tándem que dedicaba por completo su vida al arte». Al artista las cuestiones comerciales le resultaban ajenas. «Yo pongo el valor, el precio lo ponen otros», sentenciaba. Ella era la interlocutora para los asuntos comerciales.
Los últimos años fueron crueles, tal y como sucedió con los Ibarrola. La mente del escultor comenzó a flaquear y a jugarle malas pasadas como la que le llevó a penetrar en una casa privada durante un viaje por las islas griegas de las Cícladas. En su confusión, reclamaba a voces a su esposa, a quien creía retenida en el domicilio, y acabó expulsado a golpes del lugar. El artista murió en 2002. «Aquí ya había fallecido Eduardo. Yo ya no era la Pili de siempre. Pasan los años pero yo no sé vivir», escribió la apesadumbrada viuda en la trasera de una foto y en otra confesó: «Pili muy triste. Se había ido Eduardo, mi amigo, mi amor, mi todo». Le sobrevivió trece años.
Cierto día de 1938, Jorge Oteiza se despidió de Evita Duarte, posteriormente Perón, en la pensión de Sabino Arana, un hotelito bonaerense donde se hospedaba, y fue a casa de Itziar Carreño para recoger un envío de su madre desde Orio. El autor se quedó «con el paquete, la dulzura y la sonrisa de aquella mujer pequeña y pizpireta, con la que había de vivir en las alegrías y las penas, toda su vida, en Colombia, en Bilbao, en Orio, en Irún, en Madrid, en Altzuza, en Zarautz», explica el autor y periodista Félix Maraña, gran conocedor de su trayectoria personal y profesional. Según explica, era una de aquellas niñas vascas que habían emigrado junto a sus padres a América en busca de mejor fortuna, habiendo dejado media familia en Bizkaia, y que se desenvolvía en el ámbito de la comunidad vasca.
Ella era el contrapeso de la euforia de Oteiza, «en la calma de la depresión y en la desesperanza del desasosiego», en opinión del autor. «Puso equilibrio emocional para que los empeños del escultor por construir las cosas más de prisa de lo que permite el medio no se desbordaran». A su regreso, el autor se pasaba el día en la cama leyendo. «Itziar es la mujer que le dijo un día, arriba Jorge, Jurgui, así le llamaba, que la vida te espera en la calle», señala. «En buena medida fue el apoyo, el empuje y el remate para que el escultor desperezase en la desesperanza».
El amor los unió durante más de medio siglo. «Su ternura infinita era compatible e incompatible a la vez con la angustia existencial de Jorge, que pasaba de los grande altos de emoción a la depresión». Maraña recuerda que el artista pasó ocho días en Buenos Aires sin hablar, tal y como relata la novela que le dedicó el peruano César Francisco Macera y que guarda un retrato psicológico del autor. «El Oteiza de los grandes silencios es el que elaboró su magnífica obra escultórica y literaria», aduce y precisa que su esposa fue determinante para que esa poesía brotara.
El libro 'Itziar elegía y otros poemas', dedicado a su mujer y Nicolás Lekuona, compañero de su periplo previo a la Guerra Civil, es toda una prueba de ese amor y gratitud. «Ella se dio de baja del Partido Nacionalista Vasco al ver que Xabier Arzalluz, con quien se carteaba, había desoído todos los proyectos que Oteiza había propuesto al Gobierno Vasco», añade el periodista.
La muerte de la esposa, el último día de 1990, supuso el principio del fin del creador, en opinión del periodista. «Fue tal el trauma que Jorge se sintió muerto, y así lo certificó, situando dos cruces, en amalgama, en el cementerio improvisado de Altzuza, en el jardín minúsculo de la iglesia. 'Aquí yace Jorge Oteiza', reza. Es decir, el artista se daba por acabado».
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