El arte avanza a toda máquina
Pintar el movimiento ·
Los artistas transforman el tren en emoción, reflexión, ideología, símbolo y experimentoLuisa Idoiate
Viernes, 26 de septiembre 2025, 23:50
El mundo se acelera con la industrialización. La economía crece, las ciudades también. Se llenan de gente, fábricas y trenes. Los artistas se fijan en ... ese nuevo y ruidoso vecino que va y viene, entra y sale de la estación, les provee de pigmentos y les lleva a las exposiciones internacionales. Lo incorporan a sus obras como pretexto, recurso, símbolo y experimento. Lo fagocitan, descomponen, desvirtúan, digieren y reconvierten en espacio, movimiento, guerra, pesadilla, soledad, despedida, tiempo, búsqueda, emoción, absurdo, misterio. Con miradas futuristas, simbolistas, surrealistas, abstractas, orgánicas. Sociales y políticas. Críticas, cómicas, lúdicas, oníricas, crudas y almibaradas. Hasta pintan el tren sin pintarlo.
A los impresionistas les cautiva el humo ferroviario porque, como ellos, no entiende de contornos. Con él oculta Édouard Manet el tren de 'El ferrocarril' (1873), que una niña ve pasar en la estación Saint-Lazare de París. «Pintar lo que existe y no dejar verlo», critica 'L'Illustration'. Pero Gustave Caillebotte y Claude Monet hacen lo mismo en 'El puente de Europa' (1876) y en las doce telas de la serie 'La gare Saint-Lazare' (1877). Y 'Le Figaro' ridiculiza el humo de esos trenes «que se extendía al marco mismo del cuadro».
Al igual que mejora la vida, el ferrocarril resalta desigualdades. Segrega a ricos y pobres, con coches y billetes a medida del bolsillo. Lo denuncia Honoré Daumier en 'El vagón de tercera clase' (1864), apretujando en bancos corridos a gente agotada, con ropa ajada y mirada triste y hastiada. El reverso de la moneda es 'Compañeras de viaje' (1862), de Augustus Leopold Egg: dos damas victorianas en un departamento de primera. Parecen especulares, pero no lo son. Una lee, con gestos recatados, guantes y flores; la otra duerme desinhibida, con vestido desabrochado, manos desnudas y una cesta de frutas. Existen muchas interpretaciones: el despertar sexual, el lesbianismo, las dos caras de la persona y hasta la soledad del autor por su asma crónica. En cambio, Utagawa Hiroshige III deja clara la apuesta de Japón por la modernidad y el progreso en 'Personas esperando el tren en la estación de Shinbashi' (1874), la primera del país.
Violencia y velocidad
«La guerra es un motor para el arte», gritan los futuristas italianos al estallar la primera contienda mundial. Aunque no combate, Gino Severini sigue las consignas de Filippo Tommaso Marinetti, fundador del movimiento. «Intenta vivir plásticamente la guerra, analizarla en todas sus maravillosas formas mecánicas… Saca partido de todo ello». Lo hace. Desde su casa de París, ve trasegar convoyes militarizados en la estación de Denfert-Rochereau y pinta 'Tren blindado en acción' (1915), desde el que cinco soldados disparan sus fusiles en pleno avance.
La velocidad, las máquinas y el progreso apasionan a los futuristas. Animan cuadros como el tríptico 'Estados de ánimo' (1911), donde Umberto Boccioni ensambla las emociones de 'Las despedidas', 'Los que se van' y 'Los que se quedan' en una ajetreada estación ferroviaria. El mismo trajín impulsa el 'Tren nacido del sol' (1924), símbolo de energía y progreso de su colega Fortunato Depero, que, en 1926 declara: «Nosotros, los futuristas, adoramos las centrales eléctricas, las estaciones ferroviarias, los transatlánticos gigantescos, las fábricas en diabólica efervescencia productiva, los aviones, los trenes bala. Tenemos ruedas en las rodillas, embudos en las orejas y discos impresos en el cerebro».
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Traqueteo surrealista
«Mi pintura son imágenes visibles que no ocultan nada; evocan misterio y, de hecho, cuando una persona ve uno de mis cuadros y se pregunta ¿qué significa esto?, no significa nada, porque el misterio no significa nada, es indescifrable». Así explica Giorgio de Chirico sus espacios deshabitados, salpicados de elementos yuxtapuestos con y sin relación. Escenas irreales con objetos reales que exigen la interpretación del espectador. Como lo hacen el tren y la escultura de 'Plaza de Italia' (1913) que algunos relacionan con el tránsito entre lo conocido y lo desconocido y otros con la melancolía y el paso del tiempo.
«Todo parece apropiado, hasta que nos damos cuenta que está violando el sentido común a plena luz del día». Es lo que opinaba el historiador y crítico de arte James Thrall Soby de la obra del surrealista René Magritte, con asociaciones de objetos e imágenes cotidianos en contextos insólitos. Las vemos en 'El tiempo perforado' (1938), una alabanza al progreso, influenciada por De Chirico, donde una locomotora a vapor atraviesa como un cuchillo una chimenea con un reloj y dos candelabros, uno de los cuales no se refleja en el espejo.
La huella de Magritte flota en la obra de Alex Colville 'Caballo y tren' (1954), donde ambos corren sobre las vías al encuentro, oscuros, veloces e imparables. Tiene diversas explicaciones. La naturaleza ante la tecnología, el animal contra la máquina, la mente frente a la fuerza. Tensión, peligro, miedo, suicidio, misterio. Lo inevitable. El individualismo. Y la violencia, porque Colville se inspiró en un poema del sudafricano Roy Campbell, activo franquista en la Guerra Civil: «Contra un regimiento opongo un cerebro y un caballo oscuro a un tren blindado».
'La estación de Perpiñán' (1965), de Salvador Dalí, es tan surrealista como su autor. La frecuentaba con Gala para mandar obra al extranjero y «el 19 de septiembre de 1963» comprendió, tras un «éxtasis cosmogónico», que en su estructura, «guardando las distancias», confluía la del universo. Y pintó la terminal, autorretratándose dos veces, ingrávido, frente a Gala apoyada en un saco de patatas, con un tren, varios personajes del 'Ángelus' de Jean-Francois Millet, un cielo que estalla y un Cristo crucificado de fondo. No es su primer ferrocarril. En 'Osificación prematura de una estación de tren' (1930), crea un momento onírico, con un reloj blando y un personaje con paraguas abierto a pleno sol, para analizar el nexo de realidad, memoria y tiempo.
Miradas políticas y poéticas
A la sombra de la Revolución rusa, los constructivistas impulsan un arte funcional y útil al nuevo orden socialista. Sándor Bortnyik simboliza el progreso, la cultura y la modernidad con la 'Locomotora roja' (1918). Es abstracta, geométrica, audaz y subvierte la profundidad y la perspectiva tradicionales. También las desafía László Moholy-Nagy, para quien «la invención, la construcción y el mantenimiento de las máquinas» eran la esencia del siglo XX, cuyos cambios debía plasmar el artista. Él lo hizo en la 'Gran pintura del ferrocarril' (1920), con alusiones a túneles, vías, postes, cables telegráficos, barreras, el número de un vagón y las iniciales E y R, de ferrocarril y viajero en alemán.
En la Union Soviética de 1930, la función del arte es educar a la población en el comunismo. Las obras del realismo socialista lo enaltecen con militares orgullosos, obreras entregadas y cuerpos atléticos. Y con máquinas poderosas y modernas, como el tren que repite en sus cuadros Aleksandr Deineka. Lo dibuja en el horizonte de 'Al mediodía' (1932), mientras cinco jovenes salen desnudas del agua simbolizando libertad y progreso; lo repite en 'Donbass' (1947), con hombres y mujeres cargando mineral en igualdad de condiciones; y lo retoma en 'Los versos de Mayakovsky' (1955), con seis jóvenes que viajan en tren comentando los textos de ese poeta, dramaturgo y propagandista soviético.
A través del ferrocarril, el arte da versiones diferentes de Estados Unidos. Georgia O'Keeffe lo hace con 'El tren nocturno en el desierto' (1916). Lo pinta en uno de sus «viajes a ninguna parte», como llama a sus escapadas para ver las nubes, los relámpagos, el anochecer, el lucero del alba. Y el ferrocarril «que observé como una estrella en el horizonte (fue grandioso verlo pasar durante tanto tiempo), nunca se acercó lo suficiente como para ser otra cosa más que una pequeña línea». Camina sola para sentir el paisaje, perderse y fundirse en él y luego abstraerlo en el lienzo. Especialmente el de Texas y Nuevo México, donde halla su identidad y las raíces indígenas de Estados Unidos. «Es absurda la forma en que amo este país - amo las llanuras más que nunca- y el cielo -nunca has visto el cielo- es maravilloso», escribe a su amiga Anita Pollitzer.
Amable, conservador, optimista, vital, colorista y divertido. Así es el Estados Unidos de Norman Rockwell. Arropado por la familia, la Navidad, los niños, el amor. Y los ambientes ferroviarios llenos de besos, abrazos, llegadas y despedidas. Pero ninguno es real: ni 'Union Station, Chicago, Navidad' (1944), ni 'Niña observando a unos enamorados en un tren' (1944), ni 'Niño en un coche restaurante' (1947). Son escenas que compone, fotografía y pinta. Planifica mobiliario, vestuario y poses. Usa actores, parientes, amigos y a sí mismo como figurantes. ¿Para qué? Para elevar la moral del país tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Otros artistas destacan la dureza de esos años.
La soledad, el aislamiento, la incomunicación y la desesperanza de Estados Unidos a mediados del siglo XX protagonizan los cuadros de Edward Hopper. Con espacios cerrados y claustrofóbicos. En habitaciones de hotel, bares, parajes desiertos, porches desolados. Y trenes como el del 'Compartimento' (1938) en que viaja una mujer, sola y acompañada de su libro; 'Chair car' (1965), donde otra comparte el coche con más viajeros, pero está sola; y la 'Casa junto al ferrocarril' (1925), obra en la que Alfred Hitchcock inspira el motel de Norman Bates en 'Psicosis'.
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