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El escritor y traductor Javier Calvo, en una librería de Barcelona.
«El traductor ha perdido  su espacio»
ENTREVISTA

«El traductor ha perdido su espacio»

El traductor Javier Calvo con 140 títulos a sus espaldas, reflexiona sobre el oficio en ‘El fantasma en el libro’ y lamenta la industrialización del sector

LAURA FERNÁNDEZ

Viernes, 13 de mayo 2016, 09:47

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Dice que traducir a Salman Rushdie no fue para tanto. Que, a veces, los libros más difíciles de traducir no son los literalmente más complejos, sino los que están peor escritos. Aunque, eso sí, recuerda que lo pasó francamente mal con El Rey Pálido, de David Foster Wallace, porque le exigió una concentración y una inmersión «tremendas». Le requirió, incluso, un curso de contabilidad virtual. Todo, para desentrañar el tupido y brillante (matemático-funcionarial) bosque de palabras de la novela que el autor de La broma infinita estaba escribiendo cuando decidió que ya era suficiente.

Javier Calvo tenía 25 años cuando, en 1998, entró en el mundo editorial. Lo hizo de la mano del hoy director de la división literaria de Penguin Random House, Claudio López Lamadrid. Recuerda que lo primero que tradujo fue una selección de poemas de Ezra Pound. Dos décadas después, no solo se ha ganado un sitio entre los mejores, sino que se ha labrado una envidiable y oscura, casi victoriana, carrera como novelista (reconocida con el Biblioteca Breve a su última novela, El jardín colgante, en 2012).

Ahora acaba de volcar sus impresiones y experiencia como traductor en un pequeño ensayo titulado El fantasma en el libro (Ed. Seix Barral). «La invisibilidad es intrínsenca a nuestra labor; no puede ser de otra forma. Aspiramos a desaparecer. Nuestra escritura es la única que intenta que nadie se fije en ella, que quiere ser literalmente invisible, algo en lo que la mente no se detenga en absoluto. El ideal es que nuestra traducción se lea como si no fuera una traducción. Queremos no estar ahí». Calvo, barcelonés afincado en Nueva York, analiza los principales problemas a los que se enfrenta hoy, y el más acuciante de todos ellos es el de la industrialización de la edición.

¿Podría decirse que todos los males del traductor parten de ese proceso de industrialización imparable en el que parece inmerso el sector editorial?

Es cierto que la traducción está sometida un proceso de industrialización en el que evidentemente está el sector al completo de la edición. La tesis del libro es la de que dentro de la estructura editorial, el traductor ha perdido un espacio necesario. Existen hoy en día tantos filtros en el proceso de edición que las traducciones apenas difieren unas de otras. Todas se parecen.

Nostalgia de lo no vivido

¿Aunque no lo sean los textos originales?

Sí, y eso hace que el idioma se empobrezca, se estandarice, resulte cada vez más plano. Por ejemplo, Ian McEwan tiene un estilo parco y serio en su idioma original mientras que en Martin Amis priman la explosión verbal y el caos, pero la traducción prácticamente los ha puesto a los dos al mismo nivel.

¿Cómo podría lucharse contra eso?

Dando más libertad al traductor. Porque, aunque resulte paradójico, cuanta más libertad se le da al traductor, más fiel puede ser. Todas las constricciones, los baremos, los criterios, el afán de ser literal, lo más literal posible, todo eso de escribir en un idioma neutro, va en contra de la fidelidad al original. Pero para que eso ocurriera debería salirse del proceso de industrialización en el que estamos inmersos, que no sólo afecta a la traducción, sino a la edición en general, como decíamos antes. En ese sistema, el traductor ya no es un creador, sino un empleado más.

A lo largo de El fantasma en el libro realiza un ejercicio de síntesis de lo que ha sido la Historia de la Traducción, desde los primeros textos religiosos hasta hoy en día, y va viéndose el declive de la profesión, que empezó siendo algo verdaderamente grande.

En ese sentido, siento una especie de nostalgia de tiempos no vividos. Hubo una época en la que el traductor conocía bien la obra del autor al que iba a traducir, tenía tiempo, se preparaba durante meses para traducir un montón de versos, leyendo todo lo que necesitaba leer, sin prisa. Cuando el dramaturgo isabelino George Chapman tradujo a Homero, no estaba traduciendo a Homero, estaba creando, trabajaba con la conciencia de un poeta.

¿Creador más que traductor?

Hasta el siglo XIX, el traductor literario, que en el 99% de los casos también era escritor, no mostraba el respeto que les concedemos hoy a los textos que traducimos. En general, consideraba que debía mejorar aquello que traducían.

¿La literalidad es imposible, o más bien, no deseable?

La traducción, en sí, es imposible. No hay ninguna palabra que se traduzca siempre por otra. No hay reglas, sólo

casos. Traducir un libro no es escribirlo otra vez en otro idioma. Es imposible escribir el mismo libro en dos idiomas. Traducir un libro es como tratar de reconstruir una casa de Lego con las piezas de otro juego de construcción. Por mucho que domines el idioma, se trata de otro juego de construcción, así que no vas a poder construir la casa que querías. Pero, sin embargo, tienes que intentarlo. Por eso digo que las traducciones son como una suma de fracasos funcionales.

Precariedad en alza

¿Cómo ve el futuro del oficio? ¿Está amenazado por una mayor desprofesionalización, con una amenaza real de la traducción automática?

Ahora mismo parece poco probable que la traducción automática pueda acabar con el oficio, pero tal vez dentro de veinte años, los traductores automáticos se hayan perfeccionado tanto que algunos editores los utilicen para traducir el grueso del texto que luego mandarán a corregir. No se sabe. Lo que sí está ocurriendo ya es que profesionales de otros sectores del mundo de la cultura están viendo en la traducción una especie de refugio al margen de la precarización de su profesión, y el intrusismo está llevando también a la precarización del oficio del traductor, que siempre ha sido, por otro lado, precario.

Esa es una queja habitual de los traductores, la de la baja remuneración.

Apunto en el libro cómo en España se cobra tres veces menos que en el mundo anglosajón por la misma cantidad de palabras. Y a lo que lleva la desprofesionalización es a que, al profesional, sólo se le llame cuando se topa con un libro verdaderamente difícil. Eso ha hecho, entre otras cosas, que me haya especializado en libros imposibles.

¿Opina, en cualquier caso, que el traductor literario debería ser escritor?

Sí, sin duda. El modelo del traductor literario es el escritor. Porque es el único que es capaz de salir de la caja, pensar como ha pensado el escritor que ha escrito antes que él aquello que está traduciendo. Cuando César Aira llega a la conclusión de que, en la primera línea de Moby Dick, Melville está queriendo decir podéis tutearme, y lo traduce así, por primera vez, está saliendo de la caja, está pensando como un escritor.

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