Liszt a tumba abierta

'La isla de los muertos' (1909), en la que Rachmaninov seguía una «imagen de ensueño» de Arnold Böcklin que representaba la llegada de un pequeño barco a una isla desolada, comenzó con la cuerda sugiriendo una delicada barcarola y alcanzó después, de la mano de la Orquesta de la Comunidad de Madrid, un dramatismo particularmente sombrío del que Diakun tampoco quiso abusar. Todo estaba en la partitura.

La llegada de Liszt dio aún más intensidad a la velada. Para él, la muerte fue una obsesión durante toda su vida, como demuestran algunas confesiones de su juventud (a menudo dormía «esperando no volver a despertar aquí abajo») o testimonios que lo describen en París visitando asilos, hospitales y mazmorras de prisiones para contemplar a los condenados a muerte. Esa obsesión se ve abiertamente plasmada en obras como 'Funérailles', 'La Lúgubre góndola', 'Pensée des morts' o este 'Totentanz' (1849) que se cree inspirado en un fresco medieval del cementerio de Pisa y en unas ilustraciones de Hans Holbein tituladas 'La danza de la Muerte'. Diakun y la orquesta se volcaron en una interpretación a tumba abierta, sombría e impetuosa, con percusión y metales dominantes, pero fue el grancanario Iván Martín (unos de nuestros grandes pianistas y un veterano en Musika Música) quien despuntó por su poderío técnico y por los sutiles matices que vio dentro de una obra de pulso trepidante y potencia espectacular.