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Mozart y Konstanze Weber.
La letra (y la música) del amor

La letra (y la música) del amor

Un libro recopila cartas de compositores famosos a novias, esposas y amantes

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Martes, 29 de agosto 2017, 00:56

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«En lo que atañe a tu marido, quiero decirte que la previsión ha sido buena al liberarte de esa pesada carga. También para él es mejor encontrarse en el más allá (...) Tal vez, tal vez llegue todavía el momento, que tanto anhelamos, en que se cierren cuatro ojos. Dos lo han hecho ya, pero los otros dos...» El hombre que se dirige a su amante por carta en estos términos, felicitándose por la muerte del marido de ella y suspirando por que llegue el momento en que sea su propia esposa quien fallezca, inscribió su nombre en letras de oro en la Historia de las Artes. Con su obra ha hecho felices a muchas personas a lo largo de dos siglos y fue capaz de aceptar que, aun siendo excelente en su disciplina, había en su tiempo talentos mayores que el suyo. Y, sin embargo, escribió una carta de amor en la que se habla abiertamente de muerte.

El autor de esa misiva respondía al nombre de Franz Joseph Haydn y la dirigió a una joven cantante, Luigia Moreschi, que adquirió el apellido Polzelli al casarse. Era su amante, la mujer con la que vivió una pasión que nunca concibió por Maria Anna, su esposa. La mujer a la que amó pero por la que nunca abandonó a su envejecida, desagradable y celosa compañera, con la que convivió en conflicto permanente durante cuatro décadas. La publicación en castellano de ‘Cartas de amor de músicos’ de Kurt Pahlen (Ed. Turner) permite conocer a través de centenares de epístolas cómo los grandes compositores de la historia se han relacionado con las mujeres –esposas, amantes, incluso a veces solo mecenas– que marcaron sus vidas. Unas cartas que con frecuencia responden exactamente a la imagen que de esos artistas han creado su música y los mitos que los aureolan.

Haydn fue, en efecto, capaz de reconocer un genio superior al suyo. Es célebre la frase que dirige a Leopold Mozart cuando tras escuchar al pequeño Wolfgang Amadeus le dice que su hijo es el mayor talento musical que ha existido. Un genio incomparable y un ser inmaduro, procaz y al tiempo ingenuo. Cuando explica Mozart a sus padres cómo es Konstanze Weber, la muchacha con la que va a casarse –aunque su primer amor fue su hermana Aloysia– la define con una frase sorprendentemente parecida a la que Kafka anota en su diario el día que conoce a Felice Bauer, con quien estará comprometido en dos ocasiones: «No es fea, pero tampoco hermosa. Toda su belleza radica en sus ojillos oscuros y en su buena figura. No posee ingenio (...) está acostumbrada a ir mal vestida». Y aun así, añade: «¿Acaso podría desear una esposa mejor para mí?» Es el mismo Mozart que, consciente de la debilidad de la carne, escribe a Konstanze, cuando ya llevaban casados un tiempo y él está fuera: «Te ruego que no solo tengas en cuenta ‘tu honor’ y el ‘mío’ en tu comportamiento, sino que cuides las apariencias». Y el mismo que recupera su humor escatológico de los años juveniles cuando estando su esposa en un balneario en Baden, en la primavera de 1791, se felicita de que Konstanze esté mejor de salud. «Me alegro de que tengas buen apetito, pero el que mucho come, ¿no tiene que cagar mucho?»

Amante indigna de serlo

La ‘amada inmortal’ de Beethoven ha dado para libros y películas. Qué menos podía esperarse de la mujer a la que el sordo de Bonn escribió algunas de las más apasionadas cartas de amor que puedan leerse: «¡Mi ángel, mi todo, mi yo! (...) El amor lo exige todo y con pleno derecho: a mí para contigo y a ti para conmigo (...) ¡Ninguna otra persona poseerá mi corazón, nunca, nunca!» Y una petición final: «¡Ámame siempre, no ignores jamás el fiel corazón de tu amante!» Un final similar al que puede leerse en una epístola de Robert Schumann a su novia: «Adieu, la amadísima más amada, tesoro de mi corazón, mi buena, buena Clara, tuyo soy y solamente tuyo».

Cambian los personajes y cambia el tono. La historia de amor de Chopin y George Sand fue todo menos típica. Al parecer, durante un tiempo el compositor planteó a la escritora algo así como una renuncia al sexo. En una carta que ella envió a un amigo puede leerse lo siguiente: «¿Qué mujer le ha inculcado semejantes ideas sobre el amor físico? ¿Ha tenido una amante que no era digna de serlo? Habría que colgar a todas las mujeres que quieren hacer creer a los hombres que deben despreciar el proceso más sagrado de la creación, el misterio divino, el acto más sublime y serio de todo el universo...»

George Sand y Chopin.
George Sand y Chopin.

Bien distinto era Liszt para con sus amantes. Tres días después de conocer a Marie d’Agoult ya hablaba del amor como un incendio en el que ambos debían abrasarse. La condesa dejó a su marido, se fue a vivir con el compositor... hasta que la pasión se apagó. En las últimas cartas, Liszt la trata de usted y asegura sentirse «tremendamente cansado» de la relación.

Los aficionados a juzgar el pasado con los valores de hoy se escandalizarán ante la carta que escribe un joven Wagner a su amada Minna: «Abre tu corazón (...) y si no lo haces te obligaré a ello; por Dios que voy a Berlín y te saco de ahí a la fuerza». Claro que, tras la amenaza, tiempo después le dijo de qué era capaz. Ya a los 23 años no andaba mal de autoestima: «Aunque aquí me esperen el honor, la fama, el oro y el lujo, todo me abruma porque (...) nunca nadie ha amado como yo».

Wagner y Minna.
Wagner y Minna.

Las cartas de Wagner son como sus óperas: contienen párrafos arrasadores en su pasión junto a otros que bien podrían haber sido resumidos porque son reiteraciones de la misma idea. Claro que su vida amorosa fue intensa, variada y aventurera. No como la del pobre Bruckner, cuyo conocimiento del sexo se limitó a dar un único beso a una muchacha... de lo que luego se arrepintió amargamente. De todos modos, entre los 27 y los 68 años, pidió matrimonio a nueve mujeres. Todas ellas tenían entre 16 y 18. A una de ellas le escribió: «¿Puedo abrigar esperanzas y pedir su mano a sus queridos padres? ¿O no le será posible, por falta de simpatías, encaminarse conmigo hacia la vida matrimonial? (...) La señorita puede decirme la pura verdad, sin temor, porque esta me proporcionará, de todos modos, tranquilidad». Ante tanta pasión, la muchacha contestó lo más lógico: no.

Sin romanticismo

El libro de Kurt Pahlen recoge algunas de las muchas cartas (ocupan miles de páginas) de Chaikovski a su protectora Nadejda von Meck, con quien tenía el pacto de no llegar a encontrarse nunca. Tanto es así que ambos vivieron una temporada en Florencia, en dos palacetes situados a un kilómetro de distancia, y se escribían a todas horas en vez de verse. Solo unos pocos años después, Mahler vive su relación con Alma de otra manera: «Espero con impaciencia el momento en que beberé de tu boca y del aliento de tu vida la seguridad de que mi nave se salvó de las tempestades del mar». En 1910, cuando su matrimonio era una farsa y Alma no se separaba de Gropius, todavía el compositor le escribía: «¡Créeme, estoy enfermo de amor!»

Alma y Mahler.
Alma y Mahler.

Tanto derroche de pasión contrasta con el tono que ahora parece abiertamente cursi de la correspondencia de Enrique Granados con su mujer y la frialdad absoluta de las epístolas de Richard Strauss a la suya. Claro que en esa faceta, la de la ausencia del menor romanticismo, nadie puede ganar a Max Reger. En 1902, el compositor escribe a su amor de juventud –que mientras tanto se ha casado y divorciado– una epístola en la que le propone que se casen. Si de algo no peca el texto es de falta de precisión. Así le plantea el horizonte de una hipotética vida en común: «Mi situación económica es ahora excelente (...) gano un mínimo de 6.000 marcos anuales solamente con mis conciertos, sin contar con las lecciones privadas; estas arrojan, como mínimo, 1.200 marcos, y 400 las revistas musicales; en una palabra, que a mi lado usted disfrutará de una existencia completamente libre de preocupaciones económicas. Y como usted carece de pretensiones, podemos ahorrar anualmente una buena suma». Elsa von Baganski, que así se llamaba la joven de 22 años a la que la carta iba dirigida, aceptó la oferta.

Max Reger y Elsa.
Max Reger y Elsa.

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