Admirable y bella la efigie memorial de Françoise Hardy, estética generacional de los 60 o también conmovedora nostalgia emocional de la contemporaneidad, elegante e inocente ... en la música o en las letras de sus éxitos, pero también sincera y fuerte en las confesiones de su decrépita vulnerabilidad. Pues quizás fuera en ese letal contraste, en esa disparidad entre la belleza rebelde de su juventud y su serena aceptación de la vejez y la enfermedad o entre su encarnación proclamada del ideal femenino de una época y el reconocimiento sin ambages de sus desequilibrios y desconfianzas en la fama y en la decadencia, donde cobra más altura el personaje y sus circunstancias, ya sea como autora de la banda sonora de varias generaciones o como testimonio elegante y abrumador del paso inexorable del tiempo.
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Con su voz melancólica de acento juvenil, con su figura esbelta, con su timidez medio virginal o con la estética de la túnica-pantalón de Courrèges, el smoking de Saint Laurent o el vestido Rhodoid de Rabanne que inmortalizó a orillas del Mar Rojo, Françoise Hardy no solo puso en los 60 música, letra y estilo para encarnar el más elegante ideal femenino del cambio sociológico, sino que además redefinió con su notoriedad y belleza las aspiraciones de su generación. Más de cuarenta años después, y ya en su decadencia física y con el pelo blanco, también delimitó sin rencor un recorrido emocional de esperanzas, frustraciones y desamores en una novela y una autobiografía. Un gran contraste, el del tiempo pasado con el del presente sincero, pero siempre la misma belleza, la misma elegancia.
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