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Sábado, 9 de mayo 2020, 00:58
Mamá nunca comprendió mi decisión de dejar a Alberto. Tan buen partido. Tan bien parecido. El yerno perfecto, con ganas de formar familia, buen trabajo... Si ella hubiese vivido mi angustia aquellos diecinueve días en que fui recluida a causa del confinamiento que decretó el gobierno por la pandemia, seguramente lo hubiese entendido.
Resulta paradójico que mi visita a su ático de la calle Tambre fuera para mí un trámite necesario −aunque esperaba que rápido, era a mí a quien urgía la firma del divorcio−, y aquella formalidad de diez minutos se convirtiese en una trampa mortal de diecinueve días, el tiempo que las autoridades decidieron confinarnos sin posible salida por ningún motivo. Acababa de descubrirse que el bichito se trasmitía por el aire, y no iban a permitir que nadie saliese de su casa; protección civil asumiría el avituallamiento domiciliario.
Así que tuve que aceptar el generoso ofrecimiento de mi querido ex-marido para alojarme en su hogar, junto a su nueva novia, una rubia oxigenada con aires de modelo sueca de largas piernas, pechos turgentes y facciones agradables que me sonrió educadamente al ser presentadas. Me esperaban casi tres semanas de convivencia forzada con el hombre de quien quería huir y la mujer que me había sustituido, la que ahora calentaba su cama. Y pude comprobar qué bien lo hacía, pues gemía sin complejos cuando Alberto la taladraba sin piedad en el dormitorio de al lado, pared con pared con el cuarto de invitados que yo ocupaba, y los oía gritar desinhibidos −al fin y al cabo era su casa y la extraña era yo− sin importarles que la esposa oficial −aún no había firmado los papeles− sufriese un infierno de diecinueve días y quinientas noches, como decía la canción de Sabina. Porque, aunque la remolona aguja del reloj se empeñaba en corroborar con precisión el paso del tiempo, a mí me parecieron quinientas.
Los desayunos matinales (gracias cariño por alimentarme, por regalarme cobijo en tu nidito de amor) eran una suerte de intercambio de miradas cómplices, silencios incómodos −solo para mí− y provocadora esgrima telepática cuando Alberto me preguntaba sin palabras si me había gustado el espectáculo nocturno, si ahora ya sabía lo que era echar un polvo como dios manda. Creo que tan lascivo lenguaje gritado −el que nunca le escuché en nuestros microorgasmos− era un brindis gratuito para la galería, es decir, para servidora.
Pero fue cuando accidentalmente una mañana compartí el baño con Úrsula, cuando vi las gotas rodando sobre su piel, cuando percibí sus pezones enhiestos coronando dos monumentales Everest, cuando sentí ondear su melena con un escorzo pendulante frente al espejo, cuando mis vergüenzas inferiores se sintieron húmedas, fue entonces, digo, cuando comprendí por qué había dejado a Alberto. Hasta mamá lo hubiera comprendido.
Y aquella cuarentena duró diecinueve días, sí. Y quinientas noches en las que oí, a la diosa nórdica al otro lado de la pared, gimiendo sin pudor. Yo no me estuve quieta.., ni callada.
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