Lo conocí en los días de balcones y ventanas. En mi caso entró en casa por la televisión. Nos pilló la pandemia a 400 kilómetros ... de nuestra tierra. Todo lo que sonaba paisano nos atraía como la luz a dos despistados mosquitos. Y allí apareció. Asomado a la Plaza San Nicolás de Algorta. La que acogía, hasta el día en que nos encerraron por culpa del bicho, la algarabía infantil, la quedada adolescente, el sedentarismo veterano y la fiesta tanto oficial como oficiosa. Pero llegó el sábado en que el silencio se adueñó de las calles. Pasados los días, bocas y ojos se asomaron a un mundo vacío. Al principio con curiosidad y temor. Luego con aburrimiento. Y finalmente con hartazgo. Fue un tiempo en que todo angustiaba y nada animaba. Salvo los escenarios colgantes. Balcones, terrazas y ventanas se convirtieron en el proscenio y el foro de un teatro imaginado. Como el que ideó Andoni Martínez de Barañano. La voz que, cada tarde a las ocho y tras los aplausos, abría la boca y los pulmones para cantar a sus vecinos.
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Saca disco. Ya lo hizo, tras lo peor de la pandemia, cuyos beneficios se destinaron a Cáritas. En concreto a las mujeres en riesgo de exclusión. De esa forma cerraba el ciclo que arrancaba la primera vez que salió al balcón. Andoni era y es el vecino de toda la vida. 52 años en Algorta. La tierra que le ha visto nacer, crecer, irse y volver. Porque un día, siendo abogado, decidió aparcar las leyes para dedicarse a cantar. Tampoco es que fuera una actividad extraña para él. Contar con una profesora de piano de nombre María Pilar como madre ayuda a entender los cambiantes pentagramas vitales. Pero tuvo que entrar en el coro del Colegio de Abogados para sentir ese algo que le dijo que debía cambiar el compás profesional. Buscaban en el Arriaga un tenor que reforzara un coro. Se presentó y le cogieron. Conoció la ópera y sus misterios, se enamoró de todo ello y entró en la ABAO. Dejó la abogacía y viajó a Italia, vía contrato, y pasó allí dos años. Después saltó a los escenarios españoles. Además de cantar ópera, zarzuela y recitales, monta una ópera infantil con «La flauta mágica». Era su ilusión y apuntaba a rotundo éxito. Pero llegó la pandemia. El planeta bajó la persiana. Tras la zozobra general, empezamos a salir a balcones y ventanas. Sonaban los plausos por los sanitarios y por quienes estaban en primera línea. Luego alguien cantó. Al principio la del Dúo Dinámico. Luego fue otra. Y otra más. La calle como patio compartido. Una ventana indiscreta orgullosa de serlo. Pero Andoni fue uno de los que dio un paso más. Es tenor y necesitaba cantar.
No recuerda el primer día, pero sí el tema. Encendió su equipo de sonido, el amplificador, puso la base del 'Oh sole mio' y el resto ya es historia. Fue tal el cariño del vecindario que el asunto exigió otra entrega. Para cuando se dio cuenta había llegado a las 50. Un placer, a priori, reservado para su barrio. Pero María Uriarte, su mujer, lo grabó todo desde el primer día. A veces tuvo que correr, tras cerrar la farmacia de Carnicería Vieja de Bilbao, para llegar a las ocho e inmortalizar el momento. Le preguntamos por el resto de la familia. Ríe. Sus dos hijos, adolescente y preadolescente, observaban al padre cantando y a la madre grabando, como si fueran seres extraños. O, lo que es peor, cercanos que desearían tener a distancia. Vergüenzas propias de la edad al ver que el vecindario y ese otro balcón llamado redes sociales estaban pendientes de su progenitor. Y más aún cuando los medios, no solo vascos, contaron que un tenor salía cada tarde para cantar al mundo y quitarle las penas. Con el tiempo, si no lo han hecho ya, entenderán la grandeza de aquellas tardes en las que, a falta de abrazos y besos, el único tacto era el de la voz lejana que se hacía cercana. No deberíamos olvidar a quienes pusieron alma, en este caso voz, para sobrellevar el confinamiento. Ahora todo parece lejano. Este 25 de marzo Andoni presenta su nuevo disco, un homenaje a su admirado Luis Mariano, en el Campos Elíseos. Esta vez en un teatro de verdad. Pero jamás olvidaremos los días en que su platea era la Plaza de San Nicolás, su público infinito y su telón el aplauso cerrado y el «mañana volvemos a vernos». Al fin y al cabo, su voz fue una de aquellas generosas vacunas que nos ayudaron a superar la soledad.
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