Vano deseo el del director del Festival de Cannes, Thierry Frémaux, cuando esta semana expresaba su decisión de celebrar un certamen sin polémicas, sin la ... intromisión de la política. Bueno, aceptemos como normal y enriquecedor que la cultura y el arte reflejen el debate ideológico de cada momento, que la creación incorpore el mensaje de su creador o incluso que el espectáculo de la cultura sea un deseado espejo que se utiliza como caja de luz y resonancia.
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En Cannes lo saben bien, faltaría más, desde el recuerdo de los jóvenes turcos de la Nouvelle Vague paralizando el festival en el 68, hasta el pecho desnudo y rebelde de Sophie Marceau, un símbolo erótico entre el empoderamiento y la mercadotecnia. Pero no, el problema no es tanto que Gramsci dijera que todo arte es expresión de la ideología dominante, como que ahora todas las aspiraciones y las reivindicaciones del mundo, todas las batallas políticas, quieran conquistar y hacer presente su dominio en cualquier expresión cultural, ensombreciendo el hecho creativo intrínseco, sometiendo a la libertad de pensamiento y hasta desalentando un verdadero saber que se disciplina a un sistema de poder.
En estos tiempos la politización y su dictadura lo pueden todo. En Cannes, el #MeToo y las reivindicaciones laborales incendian el festival y exigen acatamiento y más protagonismo que el merecido por las últimas películas de Coppola y Sorrentino. En la Bienal de Venecia no se sabe si un honesto sentimiento propalestino o un embozado antisemitismo impidió la apertura del pabellón de Israel, lo mismo que en Eurovisión los abucheos o los posteriores resabios autoritarios del ministro Urtasún, acusando a RTVE y al certamen de «blanquear un genocidio», buscaban imponerse como exclusiva autoridad de la verdad o del bien frente al error y el mal.
Clamar por la paz o contra la violencia sexual no hace que una creación cultural sea buena o mala, pero avasallar a la cultura con el sectarismo de la política y la ideología margina y desnaturaliza el resultado creativo, además de confundir y polarizar al que lo disfruta.
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Cine
Declinantes Oscar
En esta posmodernidad a todo icono del viejo sistema le llega su San Martín. Por ejemplo, a la noche de los Oscar, ahora muy menguada en su capacidad de aportar fondos para el sostenimiento de la Academia de Hollywood, antaño también una poderosa institución, pero ahora 'un corderito' que busca globalmente quien le done 500 millones de dólares para apuntalar su futuro. La Academia tiene un presupuesto de 170 millones de dólares, de los que el 70% procede de los ingresos generados por el acuerdo con la cadena ABC para la transmisión de los Oscar. El problema es que los 'shares' de audiencia han sido declinantes. Si en 2014 la retransmisión tuvo 43,7 millones de espectadores en los Estados Unidos, en 2020 y 2021 solo tuvo 23,6 y 9,8 millones, respectivamente. Aunque en 2024 fueron 19,5 millones, la mejora sigue siendo insatisfactoria. Más allá del glamour, los modelitos y la alfombra roja, los Oscar y su espectáculo han perdido interés. Lo dijo Asimov: El cambio es la única constante en el mundo. Hay que entenderlo, sí.
Cancelación
Rabal preservado
Quitarle a Paco Rabal del callejero de Alpedrete era como borrar de un plumazo inculto el regusto expresionista de esa sublime dramaturgia española de antaño, teatral y cinematográfica, esculpida con acento murciano del Madrid de las Cuarenta Fanegas y con la sorna aprendida con Xan das Bolas en cualquier películita de una matinée en el cine Carretas. Porque da igual que Rabal fuera comunista, o dijera que lo era, lo mismo que hiciera de español por hambre en el cine cuasi falangista de Rafael Gil. Poco importa que no pasara ahora un examen de grado #MeToo, porque su meridionalidad acabó con nota alta en la vanguardia de Antonioni, Chabrol o Visconti. Por eso ha hecho bien Isabel Díaz Ayuso, enmendando al catón municipal que le quitó a Rabal el pequeño recuerdo urbano a su inmenso talento interpretativo, a su españolísimo talante de irredento libertario.
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