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Siento decir que hoy en día el humor y la sociología de la broma se han convertido en auténticas mechas de rápida combustión para la ... mejor pirotécnica del escándalo. Véan que esta misma semana Nikki Glaser, la cómica que presentó la gala de los Globos de Oro, también se metió en arenas movedizas al chistear ingeniosamente sobre las acusaciones de tráfico sexual que recaen sobre el rapero Puff Daddy, lo cual le valió un torrente de reprimendas en las redes sociales por tomar a la ligera el abuso sufrido por numerosas víctimas. Lo mismo pasó pocos días antes con la broma mediocre de Lalachus y Broncano en las campanadas de Nochevieja, exhibiendo una falsa estampita del Sagrado Corazón con cabeza vacuna de una mascota televisiva.
Pues sí, cada vez es más difícil no ofender a nadie con el humor, ya que siempre surgirá alguien que sienta la función agresiva de una broma concreta, su degradación de algún valor social o incluso su menosprecio de alguna sensibilidad o creencia. El asunto no es fácil, ya que la clave y el éxito del humor está en el público y no en el humorista, con lo cual el rechazo general o parcial del chiste ponen en solfa al chistoso.
Lo que pasa es que si hacemos necesario que la burla y su oxigeno de la risa se acomoden a una imposible aceptabilidad universal, ya no es solo que corremos el riesgo de degradar todavía más el humor inteligente y espontáneo, sino que además revocamos la libre expresión o la mermamos a base de autocensura. Está claro que no existe ninguna fórmula milagrosa para acabar con el debate sobre los límites de la libertad de expresión, más allá de los requerimientos legales.
Eso sí, tenemos al menos la sólida civilidad de una democracia tolerante que no puede progresar sin libertad de expresión y sin humor. Es más, si calaran de verdad los valores de tolerancia y respeto de una democracia que tiene a las libertades y a los derechos humanos como gran referente, el problema sería mucho más nimio. Pero como esto no va a suceder, solo nos queda pensar en la famosa frase de Chaplin: «Al final todo es un chiste, señores».
Fotografía
Una atención meticulosa al detalle, una sorprendente habilidad para capturar la esencia de cualquier retrato y un ideal de la belleza elegante y sobrio, a veces construido con elementos próximos al clasicismo pictórico y otras con una experimentación en el uso de la luz que se inspiraba en el cine negro. Con estos activos creativos Gian Paolo Barbieri fue durante muchas décadas uno de los grandes fotógrafos de la moda, reconocible por su estilo en las portadas de 'Vogue', 'Harper's', 'L'Officiel', 'GQ' y 'Vanity Fair', o también recordado por sus imágenes de Veruschka, Jerry Hall, Naomi Campbell, Marpessa, Isabella Rossellini, Audrey Hepburn y muchas más.
Barbieri falleció el pasado 17 de diciembre a los 89 años, poco después de escribir un sentido recuerdo sobre sus inicios con Tom Kublin en el libro sobre el trabajo de este último con Cristóbal Balenciaga, editado por Thames & Hudson. Saint Laurent dijo de Barbieri que era «un fotógrafo humano y sensible». Y Gianfranco Ferré, que sus imágenes eran «ojo, corazón y mente». Cálidas palabras para el epitafio de un fotógrafo inolvidable.
Política cultural
A la cultura catalana le siguen lloviendo los millones del 'sanchismo'. Esta semana Cultura ha anunciado la adquisición por 7,2 millones de la Casa Gomis, una joya del racionalismo en El Prat que Urtasun quiere convertir en centro cultural público. La casa merece la inversión del Estado, naturalmente, como también la nueva Biblioteca Pública de Barcelona para la que el gobierno ha comprometido 82,1 millones. Pero el problema no es otro, insisto, que la inequidad en el reparto. Lo hemos visto en el reparto 2024 de los 80,1 millones del llamado 2% cultural, esto es, de subvenciones para la conservación del Patrimonio Cultural, en las que Cataluña se lleva el 19%, Valencia poco más del 9%, Euskadi el 3,6% y Madrid el 0,25%. Se nota el favoritismo. Y también la necesidad de los votos…
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