Crítica de 'La semilla de la higuera sagrada' (2024): El velo, el móvil, la pistola

Tan hermosa, tan sutil, tan delicada, tan intensa que Justin Chang reconoce en su crítica para el 'New Yorker' haber sentido humedecérsele los ojos de emoción, ternura y tristeza. En esa escena Najmeh, la esposa de Iman, el juez de instrucción que en los primeros momentos de un filme que dura 168 imprescindibles minutos parece hasta íntegro, cura la mejilla de una muchacha amiga de sus hijas, que acaba de ser tiroteada en la cara durante las protestas (¡Mujer, vida libertad!) por la muerte de aquella joven asesinada por la policía de la moral por llevar mal puesto el velo.

Najmeh es todavía una mujer fiel y leal. A su marido. Al gobierno teocrático. A su Dios. A las costumbres y a la ley. Para ella algo habrá hecho Sadaf para que le rompan la cara con perdigones. Y sin embargo, por esa lealtad que se debe a sí misma se los va extrayendo con sumo cuidado en una secuencia que, seguro, también conmovió al jurado de Cannes pues premió el filme. Y al público del Zinemaldia que lo consideró su favorito, apoyando así su distribución en salas.

Cine total, cine en estado puro. Cine político. Cine social. Cine humano. Cine hecho, también, a golpe de móvil valeroso. Cine de terror. De un terror que crece paranoico mucho antes de que llegue el final terrible, filmado con, de nuevo esas palabras, pura excelencia cinematográfica. Hay un thriller de alto voltaje en esta película soberbia. Sí, un 'thriller' porque poco a poco en casa de Najmeh, Rezvan y Sana se instala el horror doméstico mientras afuera unos matan y otros mueren. Cine puro.

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