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Veintitrés años no son nada, casi como en la letra del tango, cuando la febril persistencia de un sempiterno individualista y corrosivo artista relata de nuevo y con su plástica figurativa de colores impactantes, de superficies vibrantes, de piedras esculpidas, de collages fotográficos desestructurados, de dibujos cuidadosos o de interpretaciones personales y a veces imposibles toda su maravillosa cosmogonía de obsesiones, personajes y anécdotas siempre vinculadas a la historia, al arte, a la literatura o incluso a una cultura popular próxima e identificable. No son nada esos veintitrés años, insisto, porque de su anterior monográfica celebrada en 1994 en el mismo Bellas Artes a la nueva muestra que ahora se consagra a la obra de Eduardo Arroyo en los tres últimos lustros no parece deducirse ni por un instante cualquier menoscabo en su fuerza narrativa, en su curiosidad de voyeur irredento, en su voluntad de desacralizar y tratar con ironía y humor un gran teatro humano al que puede indistintamente homenajear o asesinar con su mirada mordaz, buscando además nuevas interpretaciones sobre la historia y sus protagonistas. De tal manera, por la pasarela de este auto sacramental al que Arroyo nos convida con su intocable informalismo narrativo desfila su divertida mitología de boxeadores, de retratos duales -como el de Churchill, medio político y medio artista; o el de Dorian Grey, con su temática faustiana-, de inteligentes imposturas -por ejemplo, un agnus dei españolizado, un retablo de los Van Eyck lleno de intrusos o hasta una revisada ‘Lucha con el ángel’, que para mí parece reírse de Dan Brown-, o incluso de sugerentes misterios como el suicidio de Van Gogh, cuyo cuerpo coloca Arroyo en una mesa de billar. Quizás sea el mejor resumen para entender esta notable muestra la contraposición final que Arroyo plantea al situar frente a frente el noventayochista retrato de Zuloaga, ‘La víctima de la fiesta’, con su interpretación insumisa del mismo al que llama ‘El retorno de las cruzadas’. Mirar e interpretar con la experiencia vital y el poso de la cultura siempre puede ser en Arroyo, sí, un maravilloso ilusionismo creativo.

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