Una tarde nublada y lluviosa, la del jueves, recibió en el Kursaal donostiarra a la Filarmónica de Rotterdam en el concierto de apertura de la ... Quincena, compuesto por dos obras que tampoco abren grandes claros. Shostakovich dedicó su Concierto para violonchelo n° 1 (1959) a Rostropovich en la época del deshielo, sin la tremenda presión de etapas anteriores, pero su tono sigue denotando una cierta memoria traumática en la línea doliente del Moderato, que culmina con un sutil diálogo entre el solista y la celesta.
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Pablo Ferrández mostró la excepcional madurez musical que esconde bajo su aspecto juvenil; tiene la misma edad que Rostropovich cuando estrenó la obra (32 años) y, desde luego, en virtuosismo no le anda a la zaga. Si era asombrosa su capacidad para expandir y recoger el sonido del cello como si de una gran tela se tratara, fue la concentración que exhibió en la gran cadencia lo que consagró su estrecha comunión con lo que Shostakovich quizá trataba de expresar. Quedó allí guardado, como una confidencia entre ambos.
La Filarmónica de Rotterdam es una de esas orquestas que todo lo toca al máximo nivel técnico y expresivo, aunque su ventaja sobre la media de las españolas se advierte especialmente en el sonido de conjunto. Algo más reservada en Shostakovich, con trompa y clarinete destacados, en la Sinfonía n° 6 (1893) de Chaikovski mostró toda su potencia instrumental y construyó un relato apabullante de luces y sombras, cediendo a la tentación del lirismo en igual medida que al desgarro de un hombre que se precipitaba hacia la muerte.
Fue el israelí Lahav Shani el artífice de esta interpretación tan clara que a ratos parecía dictada nota a nota, urdida con la precisión de un reloj suizo y rematada con un silencio sepulcral, símbolo del oscurecimiento del sol y del definitivo derrumbe de la vitalidad. En ese ambiente fue sorprendente que la orquesta diera una propina, la divina Nimrod de Elgar.
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