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En 1614 una expedición japonesa liderada por el samurai Hasekura Tsunenaga y el franciscano español Luis Sotelo llegó a Sevilla para entrablar relaciones entre ambos países en la llamada 'gran embajada Keicho'. Asombraron entonces su bella caligrafía, los mapas... Pero en 1640, Japón, gobernado por el régimen militar del shogunato, se asustó de la influencia colonial y religiosa española que parecía amenazarle y se cerró completamente al exterior durante dos siglos. Solo la presión internacional consiguió en 1839 que abriera sus puertas.
A partir de ese momento, comenzaron a llegar a Europa muestras del arte nipón, especialmente del conocido como ukiyo-e, grabados difundidos en postales y calendarios, estampas que reflejaban la felicidad cotidiana: paisajes, fiestas, tradiciones... Su mayor representante fue Hokusai (1760-1849), autor de la serie 'Treinta y seis vistas del monte Fuji', entre las que se encuentra 'La gran ola de Kanagawa'. Los impresionistas quedaron deslumbrados por su técnica y la forma de representar la realidad. Dicen los especialistas en Van Gogh que su 'Noche estrellada' no hubiera existido sin aquella ola. Y Debussy la eligió para la portada de 'La Mer'.
Aquella fascinación, lejos de agotarse ha ido alimentándose hasta hoy: los dos artistas más visitados en los dos últimos años en el Guggenheim son nipones: Yoshitomo Nara y Yayoi Kusama. La exposición del padre de las 'niñas punkis' atrajo este año a 648.237 personas, mientras que en 2023 más de 500.000 visitantes disfrutaron de la colorista obra de la japonesa de 95 años en silla de ruedas que vive en un psiquiátrico.
Aunque el Guggenheim no ha sido el único que ha aprovechado para surfear lo que ya parece un tsunami de arte japonés; en Santander, el Centro Botín expone 'Pulpo, cítrico, humano', con vídeos, fotografías, esculturas, instalaciones y textos de Shimabuku. Madrid dedicó su reciente festival Veranos de la Villa al arte de Japón, programando entre otros al colectivo Mé, autor de la instalación 'Contact', un impresionantemente realista oleaje congelado dentro de una habitación. Además, la capital a punto está de inaugurar la muestra 'El espíritu del samurái. Estampas japonesas de honor y valor'. La Fundación Tapies expuso las obras con trasfondo feminista de Chiharu Shiota la pasada primavera. Y a finales de este año, Yoko Ono se instalará en el Musac de León.
Hechizado por Japón quedó Ricard Bru i Turull, profesor de Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Barcelona, máster de estudios asiáticos y postgrado de estudios japoneses en la universidad de Senshū (Tokio). Recuerda que cuando Japón se abrió a Occidente «supuso un descubrimiento masivo, sobre todo en los años 1860. Pasó en Francia, Inglaterra, EE UU, en todas partes, se convirtió en un fenómeno». Van Gogh contaba en sus cartas que se iba a Arlés, al sur de Francia, para ver los almendros e imaginar los cerezos que veía en las estampas japonesas.
Señala Bru el libro de Christine Guth 'La gran ola de Hokusai. Biografía de un icono global', donde se explica esta obra como un «ejemplo de la globalización artística que supuso el japonismo, que transformó el arte al mostrar un modo de representación artística que no existía en Occidente: colores planos, perspectivas, vistas de pájaro, las composiciones de primer y segundo plano, irreales, los contornos marcados... Sumado a los nuevos temas como el ocio, los placeres, una naturaleza distinta... Todo ello impactó no en un artista o movimiento, sino en todas las artes».
Así, Japón pasó a ser un lugar de culto, acaparando un interés acrecentado y popularizado durante el siglo XX, especialmente a partir de la segunda mitad, gracias a la cultura anime y manga, y a las películas de Hayao Miyazaki, el estudio Ghibli. «Japón sigue fascinando porque detrás de ese nombre hay un imaginario construido durante 150 años». Añade el experto que los artistas que triunfan hoy son los que han sabido crear su propio imaginario visual:«Ahí está Yayoi Kusama, con la psicodelia de sus puntos, con lo que tiene detrás de psiquiatría, de feminismo... Todo eso fascina. Igual que Yoshitomo Nara, con sus formas aparentemente ingenuas, o las de la figura 'superflat' Takashi Murakami. También tenemos ejemplos sorprendentes como el de Makoto Aida, de una calidad extraordinaria aunque polémico –suelen centrarse en la figura de chicas adolescentes–, o Chiaru Shiota, que emplea hilos de lana –el Gran Palais de París expone actualmente una retrospectiva suya–».
Marcos Sala Ivars es doctor en Historia del Arte con tesis sobre arte japonés. Quedó impactado de niño por las películas de samurais de Kurosawa. Comenzó a practicar artes marciales tradicionales, y ante la poca oferta en España para estudiar arte asiático marchó a Japón: «Me interesé por los guardamanos de los sables japoneses, un trabajo de orfebrería y platería que puede pasar desapercibido pero es arte. En el mundo marcial, acabé contactando con la 21 generación de una tradición que se remonta al siglo XVI, hasta el punto de que me adoptaron cediéndome su apellido e incluyendome en su familia. Luego conocí a mi mujer japonesa y nos casamos, tenemos dos niños».
Escoge Sala Ivars tres aspectos para entender el éxito entre nosotros de los artistas japoneses. En primer lugar considera que es difícil apartar el asunto del exotismo:«Mucha gente sigue consumiendo arte y cultura japonesa o visitando Japón por buscar esa idea de lo exótico, lo extraño. Si vemos una obra de aquí la valoramos por su calidad, pero si es japonesa pesa más de dónde viene. Y el misticismo que lleva detrás. Yo trabajo los temas de historia, de cultura samurái, de armamento, y la gente sigue viendolo como cosas románticas, de ideales, del honor, y todo lo vinculan al budismo y de ahí al mindfulness y el zen. Todavía no estamos preparados para apreciar el arte japonés por su calidad, seguimos valorándolo por su exotismo».
En cuanto al éxito conseguido por Nara y Kusama, lo vincula al logrado hace años por Murakami: «Ese arte está en tela de juicio, como le pasó a Warhol con el pop, que no sabes dónde acaba el arte y dónde empieza el capitalismo, el consumismo. Pero lo que consigue esto es desubicar el arte como elixir que solo pueden tomar las élites conocedoras de las claves histórico-artísticas, y lo lleva al público general. Aunque no sepas nada de Kusama, puedes disfrutar de sus luces colgando en una habitación oscura, es algo bonito, son luciérnagas, es un cielo estrellado».
Para terminar, sugiere un aspecto no menos importante, el sociopolítico, marcado por el hecho de que Japón está mucho más abierto al mundo que otras potencias asiáticas, como China o Corea del Sur: «Los artista chinos que nos llegan suelen ser los exiliados, distanciados del régimen ¿Por qué vienen tantos artistas de Japón y vamos a ver sus exposiciones? Porque Japón quiere que se conozca lo que se está haciendo allí, mientras que China o Corea del Sur quizá no tengan tanto interés. Con Corea del Sur, que no es un país comunista ni mucho menos, hemos intentado montar exposiciones sobre tradición coreana, y la respuesta es que todo lo que no sea difusión del K-pop no les interesa. Y al artista chino residente en China le van a poner una línea roja, no puedes hacer esto, no puedes hablar de esto... Japón por sí solo cubre la cuota del arte asiático».
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