Ver 5 fotos
Esplendor y miseria de la alta joyería
En su última novela, la escritora Laurence Cossé rastrea en los archivos de la casa Chaumet el azaroso periplo de las piezas realizadas para diversas figuras históricas
Desaparecer entre las brumas del tiempo. Ese es el destino inevitable de muchas de las joyas históricas más valiosas, obras de arte perdidas en el ... transcurso de los siglos. La espada imperial, los objetos de Napoleón que incluían diamantes de la corona o las joyas y los adornos de sus esposas ya solo se pueden ver en su integridad original en los retratos de época. ¿Dónde están los 24 camafeos que Napoleón regaló a María Luisa de Austria? Y, ¿cuál es el verdadero broche-trébol de Eugenia de Montijo? ¿Qué pasó con las joyas de los Romanov o con las fabulosas piezas de la familia Yusúpov, entre ellas la perla 'Pelegrina' o la diadema de diamantes 'Triple Sol'?
Las joyas son atributos del poder, piezas inseparables de los sobresaltos de la historia. Lo dice la escritora Laurence Cossé (Boulogne-Billancourt, 1950), autora de muchas novelas y también narradora de las vicisitudes de algunas de esas joyas realizadas por la bicentenaria casa Chaumet en su última obra, 'Briller' ('Brillar'. Ed. Gallimard). «Chaumet deseaba abrir sus archivos a un escritor para que hiciera una novela de su periplo histórico. Me sorprendió la propuesta, porque el lujo no me interesa. Pero me apasiona la belleza y entre la alta joyería de los siglos pasados hay verdaderas obras de arte. Me di cuenta de que la mayor parte de esas piezas acababan desapareciendo al estar asociadas al poder, es decir, a los seísmos de la historia, a las bajezas de los poderosos, a los expolios y los robos o simplemente a los desmontajes banales para ser revendidas o transformadas. Esa doble dimensión entre el esplendor de las joyas y su desaparición me ha permitido escribir desde una perspectiva interesante», afirma.
Su primer protagonista es Napoleón, que según la escritora «era en sus inicios delgado, mal vestido y mal peinado, pero que cuando llega al poder se da cuenta de la apariencia necesaria para su alta función. Entonces se viste con los trajes de terciopelo que vemos en sus retratos, reclama las piedras de la Corona y cubre de joyas a sus esposas y a las mujeres de su familia. Nitot, el joyero que está en el origen de la casa Chaumet, fue el proveedor oficial de Napoleón y de su mujer Josefina, clienta perfecta e insaciable de las piedras más perfectas». Bonaparte recibió una espada ceremonial y solicitó que se incrustara en ella el 'Regente', un diamante del tesoro real adquirido por Felipe de Orleans. Es un ejemplo de la mezcla deliberada entre las joyas particulares y de la corona.
Pero todo ello no sobrevivió a la primera restauración de Luis XVIII en el trono de Francia: La corona de laureles que utilizó el corso en su coronación fue fundida en 1819, lo mismo que su cetro o su globo de vermeil. Incluso, el 'Regente' fue desmontado de su espada, robado, más tarde recuperado y hoy expuesto en el Louvre. Otro tanto pasó con las joyas particulares de Josefina, dispersadas o vendidas a su muerte, algunas desaparecidas y otras quizás hoy en poder de algunas cortes europeas.
Casos singulares en ese destino evanescente relatado por Cossé son los 24 camafeos tallados sobre piedras preciosas que Napoleón regaló a su segunda esposa, Maria Luisa de Austria; o el joyero de Catherine de Wurtemberg, la segunda mujer de Jerónimo Bonaparte, hermano del emperador. La emperatriz huye de París en marzo de 1814 tras la capitulación, llevando sus joyas particulares y también las de la corona, entre ellas la espada imperial con el 'Regente'. Para facilitar su transporte, el diamante fue desmontado de la espada. Sabiendo Napoleón que iba a ser exilado en la Isla de Elba, ordena que los diamantes y las piezas de la corona que portaba Maria Luisa fueran devueltas a la tesorería de la corona. Tras Waterloo Luis XVIII recupera el trono y hace inventariar y desmontar todas las piezas, pero entre ellas no se encuentran los 24 camafeos, evaporados para siempre.
Algo similar sucede con el joyero de Catherine de Wurtemberg. Después de la capitulación huye hacia Suiza en un carruaje con diez maletas de joyas. Sin embargo, su vehículo es detenido en Montereau y un hombre que dice actuar en nombre de Luis XVIII hace cargar la totalidad del lote en otra carroza. Poco importó que Catherine de Wurtemberg alegara que las piezas eran de su propiedad y no de la corona. Meses después una parte de los joyeros es encontrada en el Sena y se depositan en el Palacio de Justicia de París, pero solo acaba recuperando el collar que le regaló Napoleón la víspera de su matrimonio, algunas joyas con escaso valor y sus perlas. El resto se vende o se desmonta, perdiéndose su pista para siempre.
Vendidas por piezas
Según Cossé, el desmontaje de las joyas es un caso único en la historia del arte: «Si alguien tiene un cuadro de Rembrandt y lo corta en pedazos pierde su valor, pero con las joyas el desmontaje lo mantiene. Porque son las piedras preciosas las que hacen que el valor se mantenga y por eso son más volátiles que otros activos artísticos». Algo de esto, y también un debate de atribución, podrían explicar el misterio en torno al broche-trébol de Eugenia de Montijo, la esposa de Napoleón III. La emperatriz adoraba las esmeraldas y las joyas, decía que eran como el «arnés del poder». En un retrato de 1853 realizado por Dubufe, y junto a otras piezas de ceremonia, en su escote prende un broche-trébol que había sido realizado por Fossin, el sucesor de los Nitot en Chaumet. El broche era un regalo de Napoleón III antes de su matrimonio y lo consideraba un talismán. Tras el exilio y tras la muerte de su marido y de su único hijo, parece que tuvo dudas sobre la eficacia del talismán y se desprendió de él. Unos dicen que se lo dio a una de sus damas de compañía, otros que se lo regaló a su sobrina, Antonia de Bejarano. El caso es que recientemente ha aparecido en manos privadas un broche-trébol en esmalte y diamantes, supuestamente el de Eugenia de Montijo, pero que no concuerda con el de esmeraldas y diamantes del que hablaban sus coetáneos. Sea como fuese, las joyas de la emperatriz se subastaron en 1872 para costear los gastos de su exilio, dispersándose un conjunto del que ya no se sabe mucho.
Estos sobresaltos de la historia también explican algunos episodios trágicos. Por ejemplo, el de la ejecución del zar Nicolás II y su familia en Ekaterimburgo, en 1918, tras el estallido de la Revolución rusa. Al ser masacradas, las hijas del zar guardaban piedras preciosas cosidas en sus corpiños, lo que prolongó su tortura con el rebote de las balas sobre aquellas. Más azaroso fue el destino de las joyas de la familia Yusúpov, la primera fortuna de Rusia y propietaria de piezas tan famosas como la perla 'La Pelegrina'–distinta de 'La Peregrina', que acabó en poder de la actriz Elisabeth Taylor y que tras su muerte se vendió y ya no se ha vuelto a saber nada de ella– o de la diadema de diamantes 'Triple Sol'. La primera fue el regalo de boda de Felipe IV de España a su hija Maria Teresa, casada con Luis XIV de Francia; más tarde fue robada del guarda-mueble real en 1792, después reapareció en 1816 cuando la adquirió el abuelo de Zenaida Yusúpov, quien la mantuvo hasta su muerte en el exilio en 1932. Su hijo Félix Yusúpov –uno de los conjurados en el asesinato de Rasputín y marido de Irina Yusúpov, sobrina del zar– la vendió en 1953. Años después, en 1989, se remató de nuevo en una subasta en Ginebra y se perdió su pista. Lo mismo pasó con la tiara de diamantes 'Triple Sol'. Antes de huir de Rusia, Félix Yusúpov escondió muchas otras piedras y joyas familiares en sus palacios de San Petersburgo y Moscú, entre ellas la diadema 'Triple Sol', pero al cabo de los años fueron descubiertas por los bolcheviques, quienes primero las depositaron en los almacenes del Kremlin y después seguramente las vendieron para hacer frente a los gastos del Estado ruso.
La historia evanescente de las grandes joyas continuó. Como relata Cossé, otro depredador insaciable de joyas durante el nazismo fue Goering. En marzo de 1941, en París, ordenó que le entregaran todas las joyas de la familia Rothschild. Las envió a Alemania y las guardó para su uso personal y el de su mujer, Emmy. A la caída del Reich, esta distribuyó entre las sirvientas algunas piezas, pero de todas ellas se ha perdido el rastro. «En Francia ha habido esfuerzos, incluso legales, para avivar las restituciones de obras expoliadas a los judíos. Pero con las joyas no parece haber tanto interés. Muchas habrán sido desmontadas y otras, como las grandes joyas desaparecidas en la historia, estarán en poder de propietarios que paradójicamente quieren que brillen en la sombra», concluye Cossé.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión