«Este caserío estuvo 500 años esperando a que llegara Eduardo»
Zabalaga ·
Joaquín Montero, el arquitecto que proyectó Chillida Leku de la mano del escultor, relata el proceso en un libroMitxel Ezquiaga
Sábado, 5 de abril 2025, 07:54
Eduardo Chillida y Joaquín Montero (Donostia, 1947) llevaban años observando el caserío derruido de Zabalaga, un edificio de los siglos XV y XVI, preguntándose qué ... hacer. El día que ya pudieron entrar sin peligro al interior «trepamos sobre el montón de escombros de la cubierta acumulados en el suelo y, después de un momento de observación silenciosa, Eduardo concluyó: 'Este espacio se queda así'. 'Sois dos locos', añadió Pili Belzunce. A mí personalmente me pareció un elogio. Sospecho que a Eduardo también».
Así lo cuenta Montero en 'Chillida Leku, una historia de la finca Zabalaga', el delicioso libro que publica contando desde dentro cómo ese edificio y terreno se convirtió en el espacio único que es ahora. El arquitecto donostiarra, colaborador del escultor desde principios de los años 80, fue copartícipe con el artista guipuzcoano del 'milagro' de transformar aquellas ruinas y esas hectáreas de praderas y árboles en Chillida Leku. El libro se presentó ayer en Zabalaga con una conversación de Montero con Mikel Chillida moderada por Nacho Fernández Rocafort, poeta y editor de La Fábrica.
La familia Chillida compró esta casa de hace cinco siglos, en ruinas, junto con el terreno que la rodeaba, «un parque de carácter naturalista del siglo XIX con arbolado de gran porte». El objetivo era mantener ahí las grandes esculturas del artista y sus archivos, aunque pronto fue naciendo la idea de que ese conjunto terminara siendo accesible para el público. «Los cinco siglos de vida de la construcción no habían alterado sus valores originales, con los que Eduardo se sentía plenamente identificado. Era como si este caserío hubiese estado cinco siglos esperando a que llegara Chillida», explica.
La relación del escultor con Montero, arquitecto con numerosos proyectos de edificios y parques en Gipuzkoa y el País Vasco, venía de mucho tiempo atrás. «A principios de los 80 me encargó el arreglo de una casa que había comprado sobre el Peine del Viento para vivienda familiar. 'Qué bien has entendido la casa', me dijo al terminar». Fue la primera colaboración de una larga lista de proyectos «en los que mi misión era tender puentes entre su obra y espacios preexistentes».
En el caso de Zabalaga no había plazos, ni presupuesto, ni proyecto. Todo fue lento. Es conocido cómo Chillida decía que era el propio edificio el que guiaba la intervención, que ellos preguntaban si había que mantener paredes o estancias y el caserío «respondía». Montero bromea con ese relato, «una explicación tan poética del modo en que trabajamos».
«La tentación básica era reconstruir las diferentes plantas del interior para contar con más superficie útil, pero acordamos mantenerlo como lo había dejado la ruina, con esos espacios tan abiertos, y fue uno de los grandes aciertos», explica Joaquín Montero. «No hubo planos técnicos, la realización se hizo con bocetos que pasábamos a manos de los artesanos que lo ejecutaban. Toda la rehabilitación fue llevada por un reducido equipo de excelentes artesanos, dos albañiles canteros y dos carpinteros que, imbuidos por el exigente ambiente de calidad creado, aportaron con generosidad su experiencia y conocimientos».
Así se hizo el caserío, la finca de alrededor y los edificios de acogida, donde se encuentran la tienda, la oficina y el bar, sutiles intervenciones incrustadas en el entorno. «Es una obra sin fecha de inicio y sin fecha de final, un proceso», rememora Montero. En el año 2000 se inauguró y ahí sigue, felizmente reabierto tras unos años cerrado. Cada palmo del edificio y del parque, los suelos, las praderas, la ubicación de las esculturas, está reiteradamente meditado y explicado en el libro, enriquecido con más de 90 imágenes y documentación inédita, que es testimonio de un trabajo pero también de una historia de amistad, vida y arquitectura.
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