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Irene Dunne en 'La usurpadora' (1932).
'La usurpadora'

'La usurpadora'

Joyas impopulares ·

Vida y libertad, soledad y rechazo, egoísmo y entrega, frescura y serenidad en la coreografía emocional concebida por John M. Stahl

Guillermo Balbona

Santander

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Jueves, 31 de mayo 2018

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Entre el desgarro y lo contenido, entre el rastro del cine silente y el gesto melodramático. Elegante y sensible, la historia de esta joven que rechaza continuamente el matrimonio hasta que mantiene un idilio apasionado y convulso, es un ejercicio excelente de melodrama edificado sobre unos cimientos sutiles, que no desprecian una base teatral pero que desprenden una atmósfera delicada y firme, sustentada en la emoción, nunca en ese halo desaforado y casi siempre falso.

Primera de las tres adaptaciones de la novela de Fannie Hurst, 'Back Street', aquí conocida como 'La usurpadora', John M. Stahl avanzó en esos años 30 muchas de las claves de su cine, ese que alcanzó cotas intensas en títulos magistrales como 'Débil es la carne' y 'Que el cielo la juzgue' frente al concepto colorista del más afamado Douglas Sirk.

Más refinado, con un legado estético que aún mantenía formas y gesticulación propias del cine mudo, el melodrama de Stahl es como una enredadera sentimental cargada de eso tan indefinible que llamamos verdad, que se adhiere a la piel con facilidad. Retrato en femenino singular, 'La usurpadora' destaca por ese perfil de libertad del personaje que encarna Irene Dunne, cuya personalidad aporta un clima especial en torno al amor pasión.

Jane Darwell, June Clyde, George Meeker, Paul Weigel, Irene Dunne y John Boles en diversas escenas de 'La usurpadora' (1932).
Imagen principal - Jane Darwell, June Clyde, George Meeker, Paul Weigel, Irene Dunne y John Boles en diversas escenas de 'La usurpadora' (1932).
Imagen secundaria 1 - Jane Darwell, June Clyde, George Meeker, Paul Weigel, Irene Dunne y John Boles en diversas escenas de 'La usurpadora' (1932).
Imagen secundaria 2 - Jane Darwell, June Clyde, George Meeker, Paul Weigel, Irene Dunne y John Boles en diversas escenas de 'La usurpadora' (1932).

Frente a la hipérbole de otras épocas y versiones, el cineasta opta por la pausa, mientras la médula espinal discurre entre el destino, la superficialidad, la hondura, la pasión, el temor, la ruptura, la soledad, la hipocresía. Lo que destaca de esta radiografía de mujer con adulterio al fondo es su sencillez, su coreografía emocional que sortea las exageraciones, elude la trama de apariencias, la exaltación basada en la impostura. Hay una sentimentalidad temporal , una ronda donde las relaciones de la mujer y los personajes que la circundan construyen un tiempo de amar y un tiempo de pasión.

Vida y libertad, soledad y rechazo, egoísmo y entrega, frescura y serenidad se conjugan en estos pasajes que cuentan la evolución de unas criaturas mediatizadas por ese incendio inicial. Después el filme se adentra en una marejada de silencios, de miradas y conversaciones. El estatismo teatralizado de algunas escenas se compensa con una fotografía que ahonda en las distancias y la profundidad de escenarios, desde esa calle que vertebra la trama, a los gabinetes privados donde se dice y desdice el amor.

El adulterio, pese a la época, es una cortina, un visillo, porque Stahl centra la mirada en la pareja, en las decisiones de la mujer, en la soledad, en el paso del tiempo con su condena... mientras la 'otra' es una sombra. Las versiones posteriores de la novela, firmadas por Robert Stevenson y David Miller, nunca alcanzaron las dobleces de esta caligrafía melodramática, purista pero libre, que se decanta por la distancia, por un objetivo emocional.

Uno de los carteles promocionales de 'La usurpadora' (1932).
Uno de los carteles promocionales de 'La usurpadora' (1932).

Todo es exquisito, melancólico y cristalino en 'La usurpadora'. El disturbio emocional, la contención y la austeridad, en contraste con la fotografía casi expresionista; y por encima de todo esa mirada serena, que no contemplativa, que atisba un rastro de luz, una sombra, una extrañeza, un tiempo nuevo, un presagio. Es un filme que explora, que rastrea, que nunca cae en la desmesura pese a mantenerse siempre en un estado fluido de deseos, esperanzas, frustraciones, dolor y desesperación.

El equilibrio entre su sobriedad y su discurso emocional abre muchas ventanas entre elipsis y fuera de campo, sugerencias y sutilezas. El tiempo pasa pero el mundo esencial, que retrata el cineasta, aflora a prueba de perfiles cronológicos. Naturalismo y melancolía, entre primeros planos muy selectos, y música utilizada de forma limitada constituyen los factores de estilo de un melodrama que se permite mirar al amor de frente, dejar margen psicológico a la mujer protagonista y crear un ecosistema reflexivo, un poso de dignidad cuando 'la calle de atrás' (el tiempo, la pérdida, la espera o la despedida) es tan solo un recuerdo sublime.

Una obra sin artificios, despojada de esa cosmética afectada de muchos dramas. Una mirada que es una exploración en las entrañas de los afectos y la utópica plenitud del amor.

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