Supervivientes a los 18 años
La Diputación abre 'Gandarias Etxea', un hogar para jóvenes tutelados que han cumplido la mayoría de edad sin tener adónde ir. Allí les ofrecen talleres y asesoramiento laboral
Hay historias que dinamitan todos los tópicos sobre los jóvenes de hoy, que dibujan el perfil opuesto a esos ni-nis que desconsuelan a sus padres, que hablan de superación al límite, de resistencia infatigable, de un modo heroico de enfrentar la vida y salir adelante. Edisson, Julen, Xiomara y Alain son el mejor ejemplo de quien se ha ganado a pulso, y contra todo pronóstico, un futuro mejor. Son los primeros ocupantes de 'Gandarias Etxea', el último centro abierto en Bilbao por la Diputación para jóvenes vulnerables, chicos de 18 a 23 años sin cobertura familiar o con lazos muy precarios. Ahora son nueve, aunque el lugar dispone de 15 plazas. Son supervivientes admirables de los más diversos naufragios familiares, caras conocidas en los servicios de infancia, menores extranjeros que han cumplido la mayoría de edad, chavales que han madurado a golpe de realidad y que están estrenando un piso que en algunos casos es lo más parecido a un hogar que recuerdan. «No he tenido suerte en la vida hasta ahora», confiesan todos ellos por separado. Pero siguen en pie y el viento parece estar cambiando. Quizá haya llegado su hora.
La cifra
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269 jóvenes de entre 18 y 23 años sin cobertura familiar o con lazos muy precarios son atendidos en los cinco servicios de día de la Diputación: Zabalbideak (Asociación Landalan), Beinke (Irse), Zubia (Izangai) y Jaretza (Agiantza), además de Gandarias Etxea (Cáritas).
Julen fue, a principios de junio, uno de los primeros en pisar Gandarias. «De momento, no me quejo de nadie», dice con una sonrisa sobre los compañeros que ha conocido. Con un valor desmedido, logra echar la mirada atrás sin perder la calma. «Mi padre nos dejó a los cinco años a mis dos hermanas, a mi madre y a mí. Luego ella conoció a otra pareja que no nos trató bien». Un familiar recurrió a la Diputación y él se pasó desde los 11 hasta los 18 años en un centro para menores de la capital vizcaína. «¿Fue lo mejor en aquella situación? Al principio no admites nada de lo que te dicen, porque no son tus padres. Pero luego entiendes que los cuidadores están ahí para enseñarte unas normas y educarte mejor que hasta ese momento. Y yo he aprendido mucho». No hace falta que lo jure. Se muestra «agradecido con todos los educadores que he tenido» y defiende a capa y espada a su hermana pequeña, de 16 años, «lo que más quiero en el mundo». Todavía vuelve al centro para ayudarla si ella le cuenta algún problema.
A sus 20 años, describe con lucidez el salto que dio en junio. «Venir a este piso puede ser un comienzo para encaminar mi vida hacia la tranquilidad que todos necesitamos y dejar atrás tanta discusión y tantos malos rollos». Está «a punto de acabar un grado medio en Comercio» y empieza a perfilar un futuro mejor: «Quiero encontrar un trabajo en una tienda de ropa con el que pueda pagarme un alquiler y llevarme allí a mi hermana en cuanto cumpla los 18 años». Sueños grandes, de altura, alejados del último modelo del móvil o la Play.
Xiomara, recién cumplidos los 18, comienza a ser una mujer hecha a sí misma. Tenía 9 años cuando ella y sus hermanos llegaron a un centro de acogida infantil de la Margen Derecha tras una «noche dura». Ha pasado allí media vida y hoy -por el jueves pasado- es su primer día en 'Gandarias Etxea'. «Me daba algo de miedo, la verdad. Es un cambio grande. Allí conoces a todo el mundo desde siempre y aquí es todo nuevo. Miro a cualquier lado y me parece que hay mucha gente», explica mientras repasa de memoria los primeros nombres de compañeros que ha memorizado. Le dieron varias opciones y se decantó por Gandarias con una madurez impropia de su edad. «Elegí esta casa para seguir estudiando. Es que he cambiado de curso hace poco. He terminado una formación en administración de empresas y, como saqué muy buena nota, me convalidaron la ESO. Con mi media de 8, he podido entrar en 'Cuidados de personas en dependencia'». Un giro que explica porque «me gusta ayudar a los demás, prefiero ayudar a que me ayuden. Quiero trabajar con personas con discapacidad». El último verano, de voluntaria en un campamento de Aspace, descubrió su vocación. No era su primer voluntariado: en Santurtzi colaboró con Cáritas en actividades de tiempo libre para «enseñar valores y alejar a los chavales de malos hábitos». También se ha tirado seis años en un grupo scout, donde se sacó el título de monitora. «Aportan mucho esos valores», defiende. Una racha mejor de su madre, que es de origen ecuatoriano, le permite ahora pasar con ella los fines de semana. «Mis amigos de los scout han conocido a los educadores, pero a otros les he dicho alguna vez que eran mis padres. La gente lamentablemente tiene prejuicios». En su caso, no pueden ser más infundados.
El hijo de un médico
Edisson viene de un pequeño pueblo en Arratia y en su castellano se deslizan los fonemas del euskera. «Yo fui adoptado con 9 años. Nací en Bogotá. Mi padre era médico y le echaron del trabajo. Éramos doce hermanos y era imposible mantenernos a todos. No íbamos a la escuela. Tuve una quemadura en la mano y mi padre reconoció en el hospital que no iba al colegio y, al final, me separaron de ellos. No pude despedirme. Pasé por varios centros de menores, rechacé una familia colombiana que quería adoptarme y luego acabé en Arratia. Pero yo siempre he sentido que mi familia sigue en Colombia». No sabe nada de ellos desde hace nueve años y los técnicos de la Diputación «me están ayudando a encontrarles». Su plan es sencillo. «Acabar el grado medio de Electricidad en febrero, hacer las prácticas hasta junio y luego, quizá, ir a un grado superior en Química o Biología. Ganar algo de dinero y preparar el viaje a Colombia para reencontrarme con mis padres».
Hay demasiados caminos que conducen a 'Gandarias Etxea'. «La falta de red familiar en estas edades complicadas puede deberse a fallecimientos y orfandad, a problemas penales del progenitor que queda vivo, a algunas adicciones», detalla Carlos Bargo, de Cáritas Bizkaia, que gestiona el centro. Alain cumplirá 19 años el próximo 25 de noviembre. Se afana en «hacer las tareas que toquen» sin dudarlo, ya sea posar para las fotos o recoger la mesa. «Me gusta ser mayor de edad porque puedo hacer cosas que antes no podía. Suelo coger el bus los fines de semana y me voy lejos, a Galicia o a Málaga». Pasó «desde los 8 hasta los 18 años en un hogar infantil y tengo un buen recuerdo. Trato todavía con excompañeros y algún educador». Agradece que «me cuidaran cuando mis padres no podían hacerlo». En casa había, según recuerda, «demasiado alcohol y otras sustancias». Cursa la EPA -el acceso a la ESO para mayores-, que le dará acceso a un grado medio en informática, su auténtica pasión. «Me gusta editar vídeos y subirlos a Youtube. Son campeonatos de tenis de mesa, con música de fondo. Me gusta grabar y también jugar, me voy moviendo por Euskadi. Siempre pido permiso antes de grabar si hay menores», añade. Aquel ordenador al que tenía acceso en el hogar infantil tiene la culpa de su vocación.
Tres centros en uno
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Residencial. Habitaciones con baño, individuales y dobles, para unas 15 personas, con presencia de educadores las 24 horas. Hay otro piso de 12 más autónomo.
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Centro de día. Con capacidad para atender a unas 17 personas. Habrá talleres: desde cocina y redes sociales a trabajar las emociones.
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Acelerador de empleo. Sirve para asesorarles, darles de alta en Lanbide y preparar entrevistas.
Los cuatro tendrán asesoramiento en eso que llaman «el acelerador de empleo». Les darán de alta en Lanbide, les enseñarán los recursos disponibles y prepararán con ellos las entrevistas de trabajo. En el centro de día ellos y chicos de otros pisos tendrán talleres -desde redes sociales a gestionar las emociones o coser un botón-. Aprenderán juntos a cocinar, a asumir sus tareas, que ya tienen repartidas por grupos. Cogerán hábitos de mayores a la altura de esa madurez que demuestran.
Nadie podrá saber que algunos de ellos no supieron hasta los 18 años lo que era celebrar su cumpleaños, ni la ilusión de desenvolver un regalo. No, la vida de todos los niños no es parecida. Pero el futuro debería serlo. A estos cuatro chicos, la vida se lo debe.
Una antigua residencia de sacerdotes cedida gratis y con «unas normas pactadas»
Mientras los operarios trabajan dando los últimos retoques al piso inferior -el centro de día- hay botes de pintura por doquier, paredes empapeladas y herramientas apiladas en cada rincón. Sólo la planta superior, donde viven los chavales, está despejada. En sus habitaciones han comenzado a dejar su huella personal con contados adornos y recuerdos, como un gigantesco oso de peluche. En cambio, en el vestíbulo de la planta de abajo destaca la soledad de un pequeño lienzo con el retrato de una mujer nacida en Santander en el seno de una familia vizcaína: Carmen Gandarias. Es su fundación la que ha cedido estos dos gigantescos pisos enclavados en pleno centro de Bilbao y que sirvieron hasta finales del siglo XX como residencia de sacerdotes. Durante los próximos 19 meses, Cáritas podrá gestionar este inmenso espacio, que suma más de 1.000 metros cuadrados, y por el que la Fundación Gandarias no ha pedido ninguna contraprestación económica. «Es de justicia agradecérselo», destaca Carlos Bargo, director de Cáritas Bizkaia. Impresiona la escalera de madera de techos altos, el aire nobiliario de todo el bloque y constatar que los pisos superiores están todavía en manos de particulares que los utilizan como vivienda.
Visitas con permiso
«Que uno sea mayor de edad no implica que cuente con todas las habilidades para una vida autónoma. Antes, al llegar los 18 años, pasaban a los servicios generales contra la exclusión. Faltaba un intervalo fundamental. Esta es una gran oportunidad», valora el director de Cáritas, que es quien gestiona el centro.
Gandarias Etxea tiene dos niveles diferenciados que fomentan que los chavales pueden ganar autonomía de forma progresiva. Un hogar mixto, de 15 plazas, donde los profesionales cuidan de ellos las 24 horas del día y, en la parte superior, unos pisos algo más autónomos para otras 12 personas. Hay unas normas que todos deben respetar, aunque menos estrictas que cuando era una una residencial sacerdotal.
Está prohibida taxativamente cualquier amenaza o agresión, hay que respetar los horarios y el silencio nocturno, sólo se puede fumar en el exterior o los balcones y no se permite consumir alcohol. «Las normas son siempre pactadas. No están en una edad en que pueda ser de otra manera», añade Bargo. Caben algunas excepciones. «No se puede traer gente de fuera, pero puede venir un compañero una tarde para hacer un trabajo de clase o un amigo a ver una película un sábado, siempre con el permiso previo del educador».
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