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Edurne, durante la entrevista.

«Dejaré la prostitución en seis meses, cuando ahorre 60.000 euros»

Edurne es donostiarra, tiene 19 años y trabaja en la prostitución desde hace tres meses porque quiere «mucho dinero y muy rápido»

estrella vallejo

Viernes, 5 de mayo 2017, 07:47

Edurne, nombre ficticio, es una joven donostiarra. Tiene 19 años y lleva tres meses ejerciendo la prostitución. La pregunta es obvia: «¿Por qué?». Y la respuesta, simple: «El dinero», y porque «no hace falta enseñar tu curriculum». Se ha marcado un plazo de unos seis meses para ganar 60.000 euros, y una vez que los consiga dejará la prostitución y «montaré mi tienda de ropa, me compraré un coche, una casa...», enumera con tono ingenuo. Sus padres, naturalmente, desconocen su profesión. «Tienen su trabajo. Van a lo suyo y yo a lo mío». Tampoco sus amigas, para quienes está aprendiendo peluquería. A los clientes, en cambio, «les dejo bien claro que por la calle ni me miren. Soy joven y no voy a estar en la prostitución toda la vida».

Relata que hace unos meses, poco después de romper la relación con su novio, mantuvo una conversación con un amigo «que sabía que se codeaba con este mundo» y le dijo que quería conseguir dinero de forma rápida. Su amigo le puso en contacto con Ainara, una mujer que regenta una casa de citas en Aiete. Edurne aceptó. Pero solo aguantó una semana. «Se me hacía duro estar teniendo relaciones sexuales con hombres que no fueran mi exnovio», confiesa. Pero dos semanas después, movida por el dinero que llegó a recaudar en su primer contacto con la prostitución, decidió regresar.

«El primer servicio fue duro»

«El primer servicio fue un poco duro y cuando el cliente no miraba yo ponía caras como de asco, pero bueno, lo llevo bien», explica ahora con tono ya de veterana. «Por media hora cobro 60 euros, 120 una hora y si tengo que hacer alguna salida, 30 euros de taxi y 150 la hora, es decir, que en un mes supero los 20.000 euros», dice con cierto tono de satisfacción. «En Carnavales, por ejemplo, esto fue un no parar. Terminaba el servicio con un cliente y mientras me ponía las medias ya había abajo otro esperando. Fue una locura», recuerda al tiempo que justifica la gran cantidad de gastos en maquillaje, trajes y disfraces que se compra con asiduidad. «Parece que no, pero tan pronto como te llega el dinero, se va».

La mujer que regenta la casa ha visto a muchas chicas dedicarse a la prostitución y señala que el problema está en que «el tren de vida que llevan es insostenible, a menos que se casen con un jeque. Por eso les cuesta tanto dejarlo». Ella tiene 40 años, tres carreras -dice- y sacó plaza en la Ertzaintza, donde trabajó durante un tiempo en Seguridad Ciudadana. Ahora solo ejerce la prostitución con clientes puntuales y alquila las habitaciones por un precio que oscila entre los 200 y los 650 euros al mes, en función del tamaño y de si es compartida o individual. Apunta que las drogas también son otro de los agujeros por los que se esfuma el dinero, «de lo contrario aguantar este ritmo es impensable». Se le ve cara cansada y se le escucha confesar a otra compañera que «lleva dos días sin parar».

El trajín en esta vivienda de dos pisos y completamente discreta pese a su ubicación es continuo. Los teléfonos de las cuatro mujeres que residen en ella suenan constantemente pese a ser la una de la tarde de un martes cualquiera. Trabajan las 24 horas, lo que significa que la mayoría de días «apenas dormimos un rato». «Te acuestas a las tres de la mañana y a las 3.30 llama otro cliente. Levántate, vuelve a maquillarte... Así todo el rato. Es lo que más duro me parece», indica Edurne.

Cuando llega un cliente, «no tenemos opción de elegir. Las chicas que estemos en casa nos presentamos y él elige». Al día están con unos ocho hombres, «pero por la noche ya es otra cosa y vienen muchos más». Hay clientes que acuden de forma puntual y otros son ya habituales. «He estado con chavales de 18 años hasta con un señor de 80 que tomó tanta viagra que casi le da un ataque al corazón. Y claro, le empecé a abanicar para que se le pasara porque no quería que llamara a una ambulancia. Y yo tampoco», concluye.

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