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Enrique VIII.

El oficio más viejo del mundo

Llevar barba, peluca o sombrero, jugar a las cartas, abrir las ventanas, ser monárquico, rico, inmigrante chino o emplear robots. Todo sirve para cobrar impuestos y evitar la bancarrota

Javier Muñoz

Domingo, 9 de abril 2017, 00:53

Llama a la puerta el recaudador, el oficio más viejo del mundo. Declaración de la renta, patrimonio, sucesiones y donaciones, IVA; elija usted el impuesto que más le irrite. Sea con la excusa de una guerra o de sostener la sanidad y la educación, el contribuyente siempre ha cumplido de mala gana con Hacienda. Como la recaudación casi nunca llega para pagar los servicios públicos, la deuda de los estados es inevitable. Algunos ciudadanos acaban invirtiendo en ella lo que se desgravan en impuestos, una alternativa tanto más rentable cuanto mayor es el riesgo de impago. El mundo está hecho así.

El primer debate fiscal de que tenemos noticia data de hace 4.500 años y tuvo lugar en Lagash, una ciudad estado sumeria situada en Mesopotamia. Un gobernador llamado Urukagina llegó al poder tras un levantamiento popular contra una dinastía bastante belicosa que había estado atosigando a los contribuyentes con tasas y tributos desorbitados. Les cobraba hasta por esquilar ovejas, más caro cuando la lana era blanca; también por divorciarse y por fabricar perfumes. Por esa vía, los burócratas y recaudadores se apropiaban del patrimonio de todo el mundo hasta que apareció Urukagina y los despidió. Suprimió la mayoría de tributos, rebajó la porción de bienes que había que entregar al morir (el impuesto de sucesiones) y consiguió que la libertad resplandeciese en Lagash; al menos, eso se desprende del texto cuneiforme - grabado en una pieza de arcilla- que unos arqueólogos franceses encontraron en el siglo XIX.

Como dice el libro que cuenta esta historia, es cierto que En Sumer empezó todo (Samuel Noah Kramer, Alianza Editorial). En la Antigüedad, los impuestos exasperaban a la población como ahora y no sin razón. Los egipcios no podían refritar nada en la cocina porque el faraón cobraba un tributo por el aceite y prohibía usarlo dos veces.

Sin embargo, incluso en tiempos tan lejanos había límites que ni siquiera un monarca conectado con la divinidad podía traspasar. Ya el siglo I de nuestra era, el emperador Tiberio, un hombre disoluto en su vida privada, pero administrador sensato y poco gastador, aconsejó, a los gobernadores de las provincias romanas que esquilaran a los pueblos conquistados, pero sin despellejarlos.

Ciudadanía fiscal

Sin embargo, Roma no siempre atendió esa inteligente recomendación. En la época del emperador Vespasiano (reinó entre el 69 y 79 d. de C.) había que tributar hasta por la orina que se usaba para tratar las telas y para la limpieza bucal. La sal tenía otro gravamen, como la gasolina en nuestros días, pero siendo una fuente de ingresos importante, era limitada. La solución a ese inconveniente llegó en 212, cuando el emperador Caracalla amplió drásticamente la base de contribuyentes el mayor incremento que se recordaba, extendiendo la ciudadanía a todos los habitantes del imperio. De un plumazo, 25 millones de individuos tuvieron que pagar el impuesto de sucesiones, una medida que celebramos como un hito de la civilización, aunque su objetivo más inmediato fue presupuestario y ayudó a aplazar la crisis del imperio en el siglo III (según Keynes, presupuesto y vida civilizada son lo mismo).

Vespasiano y Caracalla aparecen citados en el libro Cuando el hierro era más caro que el oro (Ariel, 2016). El autor, Alessandro Giraudo, explica los fundamentos de la economía con 60 pinceladas históricas que van desde la aparición del papel moneda en China en el siglo IX al nacimiento de los bancos centrales en Europa para financiar las guerras. Uno de esos capítulos se detiene en los impuestos con los que monarquías y repúblicas han tratado de evitar la bancarrota, alguno de ellos inimaginables en el siglo XXI y a los que en todo caso se atribuye el desplome de imperios milenarios (es la opinión de Edward Gibbon respecto a Roma).

Al leer a Alessandro Giraudo el lector queda sorprendido ante la desbordante imaginación desplegada por reyes, tiranos y reformadores de otro tiempo para ejecutar políticas fiscales que no difieren esencialmente entre sí ni tampoco de las actuales. Por citar un caso, los impuestos sobre las energías renovables y el autobastecimiento con paneles solares tienen un antecedente lejano en 1789, el año en que estalló la Revolución Francesa y a los ingleses les prohibieron fabricar sus propias velas. París suprimió el impuesto de la sal y decapitó al rey, mientras que al otro lado del Canal de la Mancha los consumidores fueron condenados a comprarse las velas y a abonar un gravamen por ellas, y eso que soportaban otro tributo por el jabón desde la Edad Media.

Cuando se trataba de recaudar, cualquier pretexto valía en Inglaterra, donde la piel de los contribuyentes se volvió muy sensible. Era lógico, porque en el siglo XVI, Enrique VIII empezó a cobrar al súbdito que se dejaba barba un tanto según su dignidad social. Su hija, Isabel I, decretó que el vello facial tributara a partir de las dos semanas sin afeitar, una idea que copiaría el zar Pedro I durante los siglos XVII y XVIII, cuando el bigote y el mentón rasurado se popularizaron en Rusia (a los popes ortodoxos no los obligaron a afeitarse).

Sombreros y vidrios

La moda fue y sigue siendo una fuente de ingresos fiscales inagotable (el lujo, que hoy denominamos desigualdad, es un problema político desde la época clásica). Cuando Inglaterra gravó los sombreros en 1784, los fabricantes les cambiaron el nombre hasta que las autoridades dijeron basta y obligaron a tributar por cualquier adorno que un varón o una mujer llevaran en la cabeza. Los polvos para pelucas también pagaron su peaje fiscal, igual que otros artículos suntuarios como las lámparas y los adornos de vidrio. Se trataba de recaudar entre los más ricos, los que podían permitirse esos dispendios, pero la producción se deslocalizó a Irlanda (entonces también era fiscalmente más atractiva). El cristal se encareció y las familias pobres dejaron de usarlo en las ventanas, lo que las condenó a la insalubridad y la oscuridad hasta mediados del XIX.

Otro efecto inesperado lo produjeron los impuestos sobre la construcción y las viviendas. En nuestros días, los alcaldes los usan para financiar los servicios municipales han contribuido a crear una mercado inmobiliario que obliga a los vecinos a endeudarse de por vida para comprar un piso mientras les ofrecen piscinas casi gratuitas. En la guerra anglofrancesa de mediados del XVIII y durante las guerras napoleónicas, la Corona británica necesitaba pagar a los soldados y con ese fin creó un tributo por cada mil ladrillos. De inmediato, albañiles y maestros de obras empezaron a hornearlos más grandes, pero el fisco estableció un tamaño máximo y subió los tipos impositivos una y otra vez.

Se repitió lo que había ocurrido unas décadas antes con el impuesto sobre las ventanas (window tax), el antepasado del impuesto de bienes inmuebles que en el País Vasco acaban de actualizar. Entonces era progresivo, de manera que declaraba exentos los edificios de hasta un número determinado de ventanas y a partir de ahí fijaba cuantías crecientes por tramos. Como era de esperar, los propietarios cegaron todas las ventanas que pudieron y pintaron trampantojos. El aire de las casas se hizo irrespirable y la salud pública empeoró. De todos modos, ese ambiente malsano no impedía jugar a los naipes, y las cartas tributaban (lo hicieron en Inglaterra desde la dinastía de los Tudor hasta 1960).

Si ese vicio era útil para Hacienda, ¿por qué no las ideas perniciosas? ¿Le podían cobrar a alguien por ser populista, separatista, unionista, consitucionalista, nacionalista, marxista o neoliberal? El terreno lo exploró el puritano inglés Oliver Cromwell, que decapitó al rey Carlos I en 1649. Instauró una república en Inglaterra (Commonwealth) y reclamó a los partidarios de la monarquía un tributo equivalente al 10% de su patrimonio. Resultaba irónico, porque hasta que Cromwell cambió las reglas los parlamentos había tratado de poner coto a los impuestos que reclamaban los monarcas.

Alcohol, refrescos y agua mineral

Sin embargo, a lo largo de la historia, no sólo la ideología ha despertado la voracidad del fisco. Las mismas personas también. A finales del XIX, Canadá creó un impuesto por cada chino que llegaba para construir el ferrocarril (Chinese Head Tax) y no lo suprimió hasta 1923, cuando el Gobierno liberalizó la entrada de trabajadores en el país. Actualmente, el Parlamento europeo analiza si los robots que sustituyan a los trabajadores tributarán en el futuro, incluso si el empresario debería cotizar a la seguridad social por ellos.

Queda patente, pues, que es posible gravar prácticamente cualquier cosa si las cuentas públicas lo exigen. Franklin D. Roosevelt abolió la Ley Seca en Estados Unidos para recabar fondos del consumo las bebidas alcohólicas y poner en marcha los programas sociales de la Depresión. El Gobierno de Rajoy ha introducido un impuesto sobre las bebidas azucaradas, en esta ocasión con argumentos sanitarios. Pero la Alemania de los años treinta del siglo pasado hizo lo mismo con el agua mineral.

Todo sea por evitar la bancarrota.

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