La borrosa idea de Dios
Vivir la democracia significa que existe un espacio para las preguntas, en especial cuando aquello que se pretende regular afecta a lo más íntimo, a la vida y a la muerte
Joseba Arregi
Viernes, 5 de agosto 2016, 20:09
No parece que el tiempo de verano sea el mejor momento para reflexionar sobre la idea de Dios, borrosa o no. En cualquier caso, mi ... impresión es que muchos van a vivir el verano sin idea alguna de Dios, clara o borrosa, teniendo en cuenta el desarrollo de la cultura actual en la cual todo vestigio religioso se va borrando rápidamente, aunque vuelva en la forma de actos terroristas por parte de aquellos que no están dispuestos a erradicar toda idea religiosa.
Que la idea de Dios sea borrosa tiene una larga tradición. El mismo Jesús decía que solo él, el que sería crucificado por los romanos, era el camino para conocer a Dios, un camino borroso desde el momento en que pasa por la muerte injuriosa de la cruz que le empuja a gritar «Padre, ¿por qué me has desamparado?». Por esta razón afirma san Pablo que la fe cristiana es blasfemia para los judíos y escándalo para los griegos.
Pero lo que importaba al autor de una columna en estas páginas era que, como idea borrosa, Dios no debía tener parte alguna en las leyes que regulan la eutanasia. Es cierto: Dios no debe tener en un Estado de Derecho, en una sociedad plural, ninguna función a la hora de definir las leyes que nos rigen. No por ser una idea borrosa: menos aún si fuera una idea distinta y clara. Pero sería de ilusos pensar que existen otras ideas claras y distintas, como reclamaba Descartes: hoy en día las ideas son todas borrosas, como lo son las palabras que las expresan sujetas solo a la voluntad de quien las utiliza, sin posibilidad de significado objetivo alguno. Si se reclama tanto el diálogo es porque en estas condiciones es radicalmente imposible.
Pero el problema radica en que para algunos, habiendo expulsado a Dios, por borroso o por demasiado diáfano, del espacio público de la labor legislativa, ya no queda problema alguno por resolver, olvidando que la democracia y el Estado de Derecho se sustentan en palabras borrosas, si por borrosas se entienden palabras e ideas que no son perfectas, en verdades que no son absolutas ni últimas, definitivas, olvidando que la democracia es el espacio de las verdades penúltimas. No solo no cabe Dios en el espacio de democracia, no cabe ninguna verdad última, definitiva. La democracia vive de la conciencia de su propia imperfección, y cuando lo olvida cae en el peor confesionalismo, que es aquel que cree que ha superado el confesionalismo religioso para siempre. No han leído a Adorno y Horkheimer, y si los han leído los han olvidado o no los han entendido -La dialéctica de la Ilustración-.
Todos los problemas que se plantean en la regulación que afecta al cómo morir, y a las disposiciones que pueden adoptar los ciudadanos al respecto, deben ser acometidos desde esta idea de que nadie tiene a su disposición verdad última alguna capaz de dotar de seguridad total a la legislación a la que se proceda. Si no queremos caer en la peor dictadura, aun ante la más segura regulación legal de las últimas voluntades deberá seguir siendo posible la libertad de conciencia, aquella que, acatando en la medida en que le afecte lo que dice la ley, puede seguir creyendo que esa ley no es necesariamente ni la verdad ni la justicia, que no es preciso para ser ciudadano demócrata creer en esa regulación legal ni aceptarla como la única justa.
Vivir la democracia como el espacio de las verdades penúltimas o antepenúltimas, vivir la democracia como lo que es, una imperfección humana que es la que mayor libertad garantiza a los humanos imperfectos, significa que existe un espacio para las preguntas, en especial cuando aquello que se pretende regular afecta a lo más íntimo, a la vida y a la muerte, y también al nacimiento.
En la cuestión de las últimas voluntades y/o de la eutanasia la pregunta es la de si la vida se define desde la muerte, o si es la muerte la que se define desde la vida. En el euskera de nuestros mayores se podía escuchar la frase «biziak heriotza zor du», «la vida debe la muerte». En esta frase es la muerte la que define la vida. En la frase de la columna citada, sin embargo, se podía leer: yo, y solo yo soy dueño de mi vida, y puedo decidir desde mi soberanía qué hacer con mi muerte. En esta idea es la vida la que define la muerte, es desde la vida desde la que se define la muerte, es la vida la que establece una pica en Flandes venciendo a la muerte.
Es interesante comprobar el significado que se la da a la frase morir con dignidad. La mayoría de las veces la dignidad se refiere al estado físico del enfermo terminal, se refiere a la decrepitud física del enfermo, al aspecto natural de la vida. ¿No hay otra forma de entender la dignidad humana, solo por decrepitud física se pierde la dignidad humana, no puede un enfermo vivir su final con dignidad aunque su cuerpo sea un cuerpo decrépito, morir humanamente aceptando que es la muerte la que define la vida y no viceversa, al igual que tampoco hemos decidido nuestro nacimiento?
Llama la atención que en lugar de entender al ser humano en sus relaciones sociales condicionadas por el sistema económico-productivo sea la naturaleza, los aspectos naturales los que hayan pasado a primer término -al definir la orientación sexual, al definir la dignidad de la vida-, y que en lugar de la función social del ser humano sean eslóganes como «mi cuerpo es mío», «mi vida es solo mía», la base del ser humano y de sus relaciones sociales como propiedad privada en soberanía absoluta. La mayor privatización que se pueda imaginar.
Claro que todas estas preguntas y reflexiones deben quedar de lado ante la regla de oro de la nueva moral, o de la nueva ética si prefieren: el 60% o más de los ciudadanos de un país, de la humanidad entera, está a favor de una cosa o de otra, sobre todo en cuestiones que afectan al comportamiento individual y colectivo. Ya nada hay que reflexionar ni discutir: el pueblo, la regla máxima de la moral ha hablado. Sobran todos los argumentos.
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